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Columna
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Desde Conrad a Coppola

Hace un par de días convocaron aquí a los fantasmas que, desprendidos de El corazón de las tinieblas, flotan a la deriva en sus cien años de existencia, que casi coinciden con los del siglo XX, un tiempo oscuro y esquivo, uno de cuyos primeros pozos, o infiernos, es explorado por la carga metafórica que se escapa del entrelineado de esta inquietante novela, que no cae en la ingenuidad de querer descifrar lo indescifrable y tiñe con luz negra a las nieblas con que se mueve y nos envuelve.

No parece casual que esas tinieblas del enigmático relato de Joseph Conrad movilizaran a la inventiva de algunos, conocidos por su audacia y por su pesimismo, forjadores de cine. Y no lo es porque el relato se desliza sobre un cauce formal complejo, impreciso pero paradójicamente de trazo exacto, lo que lo convierte en uno de esos cauces que piden al lector una pantalla iluminada, ya que poco a poco va conjugando -sin yuxtaponerlos, fundiéndolos en un único movimiento- un viaje exterior y uno interior, una traslación física y una anímica. Y es sobre el filo de esta identidad entre gesto y aliento, o entre aventura e introspección, por donde se mueve el gran cine.

Se sabe poco -el testimonio del cineasta no es fiable, porque encubre con justificaciones de tipo práctico algo que tuvo mucho de fracaso íntimo, de mal sabor a derrota e impotencia- acerca de lo que en 1939 llevó a Orson Welles a abandonar bruscamente la tarea de extraer un filme de El corazón de las tinieblas. Cuando arrojó a la papelera esta ambición, que arrancaba de muy adentro, contaba con las facilidades de un enfoque argumental ya elaborado, que había saltado la prueba del relato radiofónico, pero le faltaba dar cara al reto de la conversión de un lenguaje novelesco de gran pureza en ese lenguaje cinematográfico no deudor de la literatura a que Welles aspiraba y que un año despues alcanzó en Ciudadano Kane.

Y ahí parece que tropezó. Hay indicios de que, con la carta blanca de sus productores en la mano, entró Welles como un vendaval en la escritura del guión de un corazón de las tinieblas que no tardó en frenar en seco su optimismo de aprendiz. Porque el comienzo de una lectura visual del insondable librito de Conrad convoca súbita y torrencialmente a la imagen fílmica, pero a medida que la mirada se adentra en la espesura del viaje literario se va perdiendo la facilidad inicial de esa lectura visual y no tarda en llegar el atasco e incluso el desconcierto y el atolladero.

Si la renuncia del ambicioso Welles a su mayor ambición desveló su descubrimiento de la invencible resistencia que El corazón de las tinieblas ofrece al cine, el estruendo que rodea a la historia del tumultuoso empeño de Francis Ford Coppola de extraer de la novelita de Conrad la enormidad de Apocalypse now confirma esa resistencia. Porque la novela está ciertamente allí, encerrada en el filme, cercada y absorbida por la vasta aventura de una pantalla insaciable, pero su lógica y su forma de estancia se mueven muy adentro y muy al fondo, en el otro lado (el lado escondido, no visible, radical) de la imagen. Pues la novela es convertida en lo que debe convertirse todo genuino vuelo literario cuando es incrustado en un genuino vuelo cinematográfico, en raíz, en esencia escondida.

Es poca la gente que ha visto la plenitud de Apocalypse now porque, aunque en 22 años este hermoso y turbador filme ha convocado a muchos millones, su versión integral sigue inédita. De ahí que la oportunidad para recuperar ahora a estos viejos asuntos no nos venga sólo de lo que tienen de imperecederos, porque a la celebración del centenario de la novela de Conrad hay que añadir el del nacimiento de la película de Coppola, que tuvo lugar hace un año y un mes, cuando se proyectó en el festival de Cannes con 53 esenciales minutos de alargamiento de su amputada duración comercial estrenada en 1980. Es un alargamiento tan sustancial que convierte a Apocalypse now en una película inédita de tres horas y 23 minutos, en la que los minutos ganados acentúan la fraternal depredación de la envolvente imagen de Francis Coppola al hondo rumor de la palabra de Joseph Conrad. Y ni un solo segundo sobra de esta portentosa, y casi reverencial pese a ser aplastante, absorción de un libro por la voracidad de una pantalla.

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