Construcción de un culto apócrifo

Tengo problemas serios con las novelas de Nick Hornby, pero reconozco aquí y ahora mi fascinación por el arranque de su último libro. Juliet, desnuda (Anagrama) ofrece una impecable descripción de la construcción de un culto musical y la dinámica interna de sus integrantes. En el mundillo, un artista de culto es alguien que rara vez pasó por el radar del gran público pero que cuenta con seguidores militantes, empeñados en comunicar sus maravillas.
El término se usa para cualquier mindundi pretérito; en sentido estricto, se aplica a artistas con obra sólida pero escasamente reconocida. O reconocida exclusivamente por un clan de Oyentes Escogidos. Lo explica Annie, el personaje femenino de Juliet, desnuda:
Para llegar a 'artista de culto', conviene ser guapo, sexy y llevar una vida terrible
-"Hoy no se olvida a nadie. Se juntan siete fans australianos, tres canadienses, nueve británicos y un par de docenas de estadounidenses y se empieza a hablar todos los días de alguien que no ha grabado nada en veinte años. Para eso es Internet. Para eso y para la pornografía. ¿Quieres saber qué temas tocó en Portland, Oregón, en 1985?"
Para merecer el estatuto de artista de culto, conviene ser guapo o sexy. Ayuda que el aspirante haya llevado una vida terrible: drogas, cárcel, caída en los abismos. Desde luego, el perfecto artista de culto se murió prematuramente, a ser posible por sobredosis o en un aparente suicidio. Si sobrevive, mejor que no se prodigue.
El correspondiente a Juliet, desnuda, Tucker Crowe, desapareció de la circulación en 1986, tras editar su obra cumbre, Juliet, diez canciones inspiradas por su relación y ruptura con una mujer casada. Hornby ha imaginado las entradas de Wikipedia correspondientes a Tucker y a su obra maestra. Y son perfectas en su tono omnisciente y morboso; se compara Juliet con grandes discos de separación, como el Tunnel of love springsteeniano o el Blood on the tracks de Dylan.
En cualquier culto, late la voluntad iconoclasta: se pretende reescribir el canon comúnmente aceptado. Es un impulso que existe desde que el rock adquirió jerarquías. Pero antes se mantenía en el underground: publicación irregular de fanzines, edición de grabaciones clandestinas, algún homenaje en un club perdido. Sin embargo, con la Red, todo se hace global. Una página web desarrollada por cultistas suele ser más completa e informativa que otra de carácter oficial. Cualquier internauta ingenuo puede quedar deslumbrado por el descubrimiento: no es un culto cualquiera, ¡es el verdadero Vaticano!
Nick Hornby retrata maravillosamente los afanes de los creyentes. Sus protagonistas, una pareja de funcionarios ingleses, ahorran para darse las vacaciones perfectas: un recorrido por EE UU, con paradas en el pueblo natal del artista (Montana), la casa de la inspiradora de Juliet (Berkeley), el estudio donde se grabó (Memphis) o el club donde ocurrió la crisis que acabó con la carrera de Tucker (Minneapolis).
Renuncian a la caza mayor: la localización de Crowe. Ese es un deporte reservado generalmente a fans estadounidenses: hay momentos cómicos cuando algunos buscadores confunden a Tucker con un amigo suyo, un freak peludo e irascible, nada amigo de los intrusos debido a que esconde cultivos de marihuana en su granja.
El cultismo del rock, asegura Hornby, es una religión esencialmente masculina. Tan raras son las mujeres participantes en los debates que la intervención de Annie provoca un terremoto. Ella, a diferencia de su compañero Duncan, no puede aceptar que la publicación de las maquetas de Juliet obligue a minimizar los méritos del disco original. Lo argumenta con pasión en el foro correspondiente y logra lo impensable: que saque la cabeza el propio Tucker Crowe.
Espero no desinflar el argumento si añado que la resurrección de Tucker resulta fatal para su secta. Igual que los vampiros no soportan la luz solar, las expectativas de los croweólogos se desintegran ante la persona de carne y hueso. Como dice un troll que irrumpe en sus conversaciones, mejor sería que se hubieran dedicado a Morrissey. El sí que se esfuerza en alimentar la mitología.
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