Cuentos de ayer y de hoy
EL PAÍS entrega mañana 'Resident evil', y el domingo, 'Big fish', de Tim Burton, por 5,95 euros cada una

A pesar de los cinematográficos tiempos industriales que corren en Hollywood, en los que la autoría se considera una cosa de casposos intelectuales obtusos, el californiano Tim Burton ha sobrevivido con elegancia e individualidad a todo tipo de presiones, aunque en alguna ocasión haya perdido el oremus -¿por qué se metería en El planeta de los simios?-. Sus filmes beben de las mismas fuentes que los cuentos clásicos, por lo que este cineasta de arrollador talento visual ha devenido en un Lewis Carroll de la modernidad. Incluso su propio aspecto, con los pelos alborotados y su apática vestimenta, recuerdan a un trovador más interesado en lo que hace que en lo que es, un autor que aún cree en, y logra resucitar, la magia del cine.
Big fish tiene mucho de testamento de este bardo, de reflexión vital sobre lo que dejamos a nuestros descendientes y sobre las relaciones paterno-filiales. Será una coincidencia, pero el estreno del filme tuvo lugar en octubre de 2003, tres meses antes de que naciera el primer hijo del director, fruto de su relación con la actriz Helena Bonham Carter.
Y, sin embargo, el filme surgió como encargo: antes de Burton, Steven Spielberg trabajó en el guión, pensando en Jack Nicholson como protagonista. Cuando entró Burton en la producción, los responsables decidieron duplicar el personaje principal, el de Ed Bloom, y contrataron a Albert Finney para su versión anciana y a Ewan McGregor, para la época juvenil.
Big fish está articulado con varios y largos flash-backs, un recurso con el que asistimos a las andanzas del vivaracho Bloom, un viajante de aguerrida labia y torrencial inventiva, creador y protagonista de anécdotas y leyendas que mezclan realidad y ficción. Pero Big fish es también un drama, el de un hijo cansado de las mentiras de su anciano padre, que vive sus últimos días.
Burton envuelve la historia con su bruma mágica y va colando referencias a su propio trabajo: la máquina de desayuno que Bloom lleva a la feria de ciencias es la misma que aparecía en La gran aventura de Pee-Wee; el mismo Bloom vende unas manos de plástico en las que cada dedo es una herramienta (y eso que quitaron las tijeras para huir de la obvia referencia); aparece uno de los decorados de Batman... Decididamente, Burton resurgió del bajón de El planeta de los simios con este cuento para grandes y pequeños, musicado por su colaborador habitual, Danny Elfman.
Si antes los niños escuchaban cuentos antes de dormir, hoy es más que probable que se echen una partida en la PlayStation y después, a rastras, se pongan el pijama. Resident evil está dirigida por Paul W. S. Anderson, uno de los creadores de un género (en 1999 ya había realizado Mortal kombat), el de filmes basados en videojuegos, que tanta alegría han dado a las taquillas y tanta tristeza a los cinéfilos.
Buenas peleas, efectos digitales y actores con presencia física: en el caso de Resident evil, Milla Jovovich. Contra toda una legión de mutantes, sólo queda el recurso de muerte y destrucción, la que provoca un grupo de supersoldados. Dado el éxito, en octubre se estrenará la tercera parte de esta serie.
Por cierto, si Burton es el Lewis Carroll de la gran pantalla, Resident evil está plagada de alusiones a Alicia en el país de las maravillas: además del nombre de la protagonista, el ordenador malvado se llama La Reina Roja y acabará cortando cabezas, hay puertas detrás de espejos, y un conejo blanco es usado para las pruebas de laboratorio del virus que convierte a la población en zombies. La magia no entiende de tiempos ni espacios.

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