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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Decoradores de tumbas

Diego A. Manrique

Dicen algunos pesimistas que esta profesión -la de periodista musical- está en vías de extinción. Al contrario, amigo: la democratización digital ha multiplicado el número de sus practicantes. Basta con tener acceso a la Wikipedia y a la (maravillosa) fonoteca universal gratuita para convertirse automáticamente en un experto; cualquiera hace periodismo musical. Literalmente: hasta el académico Anson puede marcarse una crónica pasable de un show de The Killers.

Pero ¿quién requiere crítica musical? A diferencia del cine o la literatura, el espacio disponible para esos menesteres es mínimo y la reseña de un disco se agota en proporcionar los datos básicos; los análisis de conciertos se reducen a notas sociales ("la cantante lucía una elegante túnica violeta"), al no existir tiempo material para la reflexión.

Me cuesta reconocer a Antonio Vega en ese retrato del artista generoso y siempre inspirado

El periodista musical sólo se hace necesario cuando ocurre un acontecimiento llamativo: un aniversario redondo, un escándalo o, ay, un fallecimiento. Perfecto: alguien tiene que embellecer las tumbas, no podemos permitir que pasen desapercibidas las muertes de grandes creadores. El problema es que del ninguneo -"¿cuántos millones de discos ha vendido ese tipo?"- se pasa directamente a la hagiografía.

Lo hemos visto con Antonio Vega. Me cuesta reconocerle en ese retrato colectivo del artista generoso, siempre inspirado, extraordinariamente modesto. Oigan, no es verdad. En petit comité, a Antonio le indignaba lo que algunos hicieron con canciones suyas. Reconocía que la necesidad de dinero le llevaba a participar en discos dudosos, en programas sonrojantes. Confesaba que conocía los trucos para estirar la decreciente inspiración y completar un álbum. Capaz era de presentarse en su editorial tarareando una canción ajena como ocurrencia propia ("por si colaba"). Revelaba que la adicción le llevaba a vender o pignorar guitarras y otras posesiones esenciales. Todo ello le hacía humano y no un santo, como cabe deducir de muchos de los apresurados encomios redactados por compañeros de profesión, inevitablemente embarrancados en los tópicos.

¿Y qué decir de esa indignación de los árbitros de las buenas maneras funerarias? Me refiero a la repulsa ante el anuncio de la apresurada recopilación que publica EMI. ¿Cuál es el problema? ¿El buen hipócrita debería editar esas antologías con un pudoroso retraso? El martes, día de su muerte, alguien acudía a unos grandes almacenes para comprar música de Antonio: en la sección correspondiente, no sólo ignoraban su óbito; tampoco tenían discos suyos. Se supone que los interesados en Vega ya poseen los originales o saben dónde encontrar reediciones. Imagino que esa recopilación va destinada a los perezosos, a los que han oído campanas fúnebres, a los que súbitamente han recordado la obra de un artista mayor. ¿Está mal facilitárselo? La necrofilia hispana es un sentimiento voluble: en pocas semanas se habrá olvidado la tragedia, el talento de Antonio Vega. Ya lo estamos viendo: TVE le dedicó un programa especial pero esperó al sábado para emitirlo, en imposible competencia con Eurovisión.

¿Cambiaría algo si esa recopilación de EMI fuera idea de alguien muy cercano al propio Antonio? Una persona que, anticipando el inevitable desenlace, avisara a una disquera para que preparara una colección digna. Hablo, advierto, sin conocer la materialidad de Antonio Vega: canciones 1980-2009. En países civilizados, no sería necesaria: existen tiendas de discos y allí está disponible la obra de los grandes, en ediciones integrales, en cajas, en dobles, en resúmenes concentrados. Nada que ver con el devastado mercado discográfico español.

Voy más allá: la citada recopilación concuerda con el afinado espíritu comercial del propio Antonio. Cultivaba el perfil de poeta ensimismado pero exigía que su arte fuera compensado, que le permitiera resolver sus necesidades. Le pregunté una vez por sus sentimientos cuando Enrique Iglesias grabó su Chica de ayer. No le preocupaba que aquello fuera una profanación de una canción que muchos consideran sagrada, no. "¿Debo serte sincero? Lo primero que pensé es que, en unos meses, me va a caer un buen pellizco".

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