Versión muy menor
Walter Matthau, esposo desengañado, dispara sobre un seductor en pleno y desenfadado adulterio. El cadáver cae al mar y no es recuperado; sólo que, poco después, una chica (Debbie Reynolds), aparecerá ante el pasmado amigo del finado (Tony Curtis) diciendo que es el propio difunto. Tan original punto de partida se lo ofreció a Vincente Minnelli, en 1964, una pieza teatral de George AxeIrod, y el cineasta lo convirtió en uno de sus últimos filmes: Adiós, Charlie.Más de 25 años después, un cineasta que se acerca a los 70 años, Blake Edwards, sitúa el punto de arranque de su Switch -término ambiguo que significa tanto cambio como desvío de un camino trazado, pero también golpe- en similares términos. A decir verdad, vuelve sobre temas ya abordados en su última y más bien penosa producción, Una cana al aire (1989): los desencuentros entre hombres y mujeres, los límites del machismo. Y lo hace con lo que son los lugares comunes de su vejez cinematográfica: una verdadera, enfermiza pasión por el exceso y un olímpico desprecio por establecer con rigor dónde y cómo acaba un gag, verdadero talón de Aquiles de su concepto de hacer reir, por lo menos desde la segunda entrega de La pantera rosa en adelante.
Una rubia muy dudosa (Switch)
Dirección y guión: Blake Edwards. Fotografia: Dick Bush. Música: Henry Mancini. Producción: Tony Adams. ÉE UU, 1991. Intérpretes: Ellen Barkin, Jimmy Smits, JoBeth Williams. Estreno en Madrid: cines Lope de Vega, Cid Campeador y Aluche.
Zafio
Una rubia muy dudosa es la confirmación, por si hacía falta alguna más, de lo sabio y prudente que suele resultar una retirada a tiempo, o más bien, de lo penoso que resulta no hacerlo con 37 películas en su haber.Hacer que la Barkin, normalmente una profesional competente, sobreactúe de la forma en que lo hace es una tortura innecesaria tanto para ella como para el propio espectador. Obligar a que una situación jocosa se repita hasta la saciedad no hace más que invalidar su operatividad primera. Y lo peor es que todos los -pocos- toques de ingenio terminan hechos trizas por una repetición mecánica y esterilizadora.
Así, no deberá extrañar que todas las sugerencias -siempre sugerencias, nunca imposiciones- que rezumaba la matriz de esta historia, Adiós, Charlie, quedan aquí invalidadas por obra y gracia de un subrayado constante que lleva incluso a un final agridulce para hacer explícito el "mensaje": la felicidad de Amanda al reconocerse mujer zanja de una vez por todas cualquier otra posibilidad de lectura de una trama que no comparte con su progenitora prácticamente nada. Ni su sutileza, ni su carga irónica, ni las sonrojantes, embarazosas posibilidades de identificación que Minnelli planteaba como sin querer al azorado espectador.
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