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Exito musical y de público en el festival de "rock" de los comunistas catalanes

Casi 150.000 personas en la fiesta del Treball, órgano periodístico del PSUC, acudieron el pasado viernes al recinto de la exposición de Montjuich para beber y comer en las casetas, buscar el aparcamiento perdido y hallado, y contemplar y escuchar buen rock.

Casi sin proponérselo, o sin tener mucha conciencia de ello, los comunistas catalanes han montado este año uno de los mayores festivales de rock de Europa, posiblemente el mayor. Para ello, todo lo que tuvieron que hacer fue, en primer lugar, poner las entradas a precios asequibles. El abono para los tres días de la fiesta era de cuatrocientas pesetas. Es evidente que con estos precios cualquiera podía acudir, como en efecto sucedió. Claro que Treball se tomó las cosas en serio y no en plan de baratillo, como sus congéneres del PCE, llegando la inversión realizada a más de veinticinco millones de pesetas.Como siempre ocurre con estas cosas, uno no sabe qué impresiona más, si lo que sucede en el escenario o la visión panorámica del material humano que lo contempla. O lo que es igual, millares de cabecitas que ocupaban sin huecos aparentes todo el espacio que va desde la plaza de España hasta la del Marqués de la Foronda, un rectángulo que puede tener más de trescientos metros de largo. La organización dispuso una pantalla de video tamaño king-size, para que el personal retrasado pudiera enterarse de algo. Claro que la susodicha pantalla no impidió que la gente se subiera a los árboles, a las marquesinas y superara las barreras de contención.

Los primeros en salir, cerca de las nueve de la noche, fueron Los Rápidos, grupo de rock barcelonés que no alcancé a vislumbrar por aquello del aparcamiento famoso, y que fueron seguidos por Los Rebeldes, un gran grupo local de rockabilly.

En esas estábamos cuando al cabo de un rato demasiado largo se lanzaron a escena Los Ramones. Y aquellos personajes, con su águila americana detrás, comenzaron gritando Hey, ho, let's go, y arrasaron. Pocas veces puede verse un grupo tan salvaje, dexedrina de cincuenta miligramos haciendo rock and roll a toda velocidad. Johnny Ramone, Joey Ramone, Dee Dee Ramone y Marky Ramone o, por mejor decir, un guitarrista con las piernas abiertas y cara aviesa, un bajo azogado, un batería que no paraba y un cantante de casi dos metros de alto que, cada vez que cerraba la boca, adoptaba la pose de un boxeador en defensa. Muy fuertes, tanto que durante su actuación tuvo lugar la débácle del servicio de orden (servicito, más bien), enfrentado desigualmente con una manada en estampida que quería acercarse a los bárbaros del escenario.

Después de Los Ramones salió el guitarrista gitano catalán Diego Cortés y su grupo Samara, que, para su desgracia, cayó como una especie de intermedio musical, mientras la gente charlaba y procuraba moverse lo mínimo que las circunstancias permitían. Diego Cortés está bien, aunque su música no se presentara todo lo matizada que pudiera.

Como final de fiesta, Mike Oldfield. Si Los Ramones son anfetamina pura, el bueno de Oldfield es como un sedante y, según en qué casos, como un somnífero. Teniendo en cuenta que ya eran más de las dos de la madrugada, el segundo aspecto se acentuaba. Con su mezcla de música folklórica, repetitiva, baladas y toques de barroco inglés, todo ello pasado por la electrónica, Mike Oldfield es la viva imagen del reposo, los antípodas musicales de Los Ramones.

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