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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Elogio de las listas

Manuel Rodríguez Rivero

Estamos en plena época de listas y mi mesa rebosa de recortes de prensa (doméstica y foránea) con las que me han resultado más entretenidas. Junto con los consabidos propósitos para el nuevo año de famosos y famosillos, los menús de Navidad (convenientemente multiculturales y creativos) y las sugerencias de regalos (esta vez más modestos e imaginativos: ¡es la crisis!), las listas son, cada mes de diciembre, un clásico casi imprescindible de la prensa escrita -y especialmente de sus páginas y suplementos culturales-. La idea de realizar un balance de lo que ha dado de sí el año que termina es una tentación tan grande como la de establecer, a principios del nuevo, la relación de centenarios y aniversarios que las mismas páginas irán conmemorando aplicadamente a lo largo del calendario. Los periódicos también cumplen sus ritos.

Establecen, en efecto, un repaso de lo que el año ofreció, recuerdan (parte) de lo que hubo, seleccionan y señalan, valoran y descartan

Me considero un obstinado defensor de las listas, lo que me ha costado no pocas acusaciones de frivolidad a lo largo de los años. De todas las listas: desde el célebre cuestionario Proust -mediante el que personajes notables exponían lo que decían amar o detestar acerca de sí mismos o del mundo, aun a costa de reelaborar su imagen y modificar su pasado- hasta esas abigarradas nóminas, tan típicas de la tradición periodística anglosajona, en la que se invita a críticos habituales de cada medio -o a "estrellas invitadas" para la ocasión- a establecer su personal balance acerca de lo mejor (y, a veces -pero son las menos-, lo peor) que leyeron, escucharon, admiraron, visionaron, comieron, vistieron o visitaron en el año que se extingue.

¿Son fiables las listas? Claro que no. O, al menos, no ofrecen la fiabilidad que se atribuye generalmente a los experimentos científicos realizados bajo condiciones controladas y reproducibles, ni siquiera la de los problemáticos sondeos electorales realizados a pie de urna. Y mucho menos la de las confesiones in articulo mortis. Las listas que se publican en esta época son poco más que un entretenido juego en el que, en el mejor de los casos, se reflejan los gustos y opiniones -cambiantes, interesados, precarios- de quienes las elaboran. Nadie se moja nunca del todo en una lista en la que no hay espacio para argumentos o matices que justifiquen la elección o la ausencia. Y, aunque en ellas se pueda mentir, favorecer al amigo o no citar al rival, devolver favores y ajustar cuentas, su interés radica en que aun así ofrecen una especie de efímera radiografía intelectual de quien las contesta (alguien a quien se le supone autoridad moral en su campo) y, en cierto modo, del medio que las publica. Cumplen la función de un canon inestable, aunque revelador: el de cada cual en un momento dado. Lo que no quiere decir que el resultado no coincida con el de otros, sobre todo en lo que se refiere a la "excelencia" (que, por cierto, tampoco es un criterio constante: Shakespeare no habría estado en muchas de las imaginarias listas elaboradas por críticos y lectores del siglo XVIII).

Las listas ostentan otras funciones, de ahí que proliferen en esta época. Establecen, en efecto, un repaso de lo que el año ofreció, recuerdan (parte) de lo que hubo, seleccionan y señalan, valoran y descartan. Y, en ese sentido, pueden orientar el consumo, formular sugerencias, dar ideas. A veces por afinidad y confianza hacia quien las establece, y, otras, por discrepancia o antipatía: en el primer caso rellenamos lagunas o nos alegramos de las coincidencias, en el segundo, confirmamos aborrecimientos y aversiones, o nos sentimos desaconsejados por la recomendación de quien no nos gusta. Y es que las listas no sólo son curiosas: a menudo cumplen una leve función terapéutica. Luego se olvidan, afortunadamente. O no, y entonces sirven también para pasar factura.

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