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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Enhorabuena por el reintegro

Manuel Rodríguez Rivero

Circunstancias poco venturosas conducen a Henry Adams, un empleado que sólo cuenta su "ingenio y una buena reputación", desde San Francisco a Londres, adonde llega con un dólar en el bolsillo. Pero fortuna audaces iuvat (lema favorito de los millonarios), y cuando dos ancianos excéntricos y podridos de dinero lo ven a punto de recuperar una pera mordisqueada que acaba de arrojar un niño rico, deciden convertirlo en protagonista de una apuesta: le prestan un único billete de un millón de libras y le dan un mes para que se abra camino o se muera de hambre. El anciano A sostiene que Henry -un desconocido con aspecto de atorrante- no podrá disfrutar de ese dinero porque nadie le dará crédito ni se lo cambiará. El anciano B está convencido de que el muchacho se las arreglará con el millón en el bolsillo "y sin que lo metan en la cárcel".

He pensado en el cuento de Mark Twain 'El billete de 1.000.000 de libras' a propósito de la orgía lotera de estos días

En el cuento (El billete de 1.000.000 de libras, editorial Menoscuarto) la apuesta la gana el anciano B, lo que le permite a su autor, Mark Twain, urdir un amable relato satírico acerca del azaroso e impredecible paso de la pobreza a la fortuna. Y de sus consecuencias: el antes rechazado, se transforma en sujeto atractivo y objeto de deseo gracias al poder demiúrgico del dinero. El narrador del relato -que no es otro que nuestro amigo Henry-, resume perfectamente el cambio recordando sus conversaciones con su bella (y rica) prometida: "nunca hablábamos de otra cosa que de mi salario y de amor; unas veces de amor, otras de salario, y otras de amor y de salario".

He pensado en el cuento de Twain a propósito de la orgía lotera de estos días. Ya sé: el sorteo navideño es una tradición de casi 200 años con un ritual que se ha ido adaptando a los tiempos y que suscita enorme expectación. Además, ahora todos podemos admirar en directo la panoplia de las muy pautadas ceremonias que configuran ese espectáculo -el de la "ilusión"- aventado por los medios, y cuyo impenitente espíritu kitsch (disfrazado de "interés humano") constituye uno de sus atractivos esenciales. Todo lo cual contribuye a subrayar el paradójico contraste que existe entre la sofisticada tecnología del sorteo y la cursi y (como diría Julio Ramón Ribeyro) huachafísima puesta en escena de este españolísimo ritual de masas con el que se inician las fiestas navideñas. Esos niños de San Ildefonso uniformados (disfrazados) según el canon de los libros de urbanidad de los cincuenta y entrenados para que controlen su emoción y se acerquen a la mesa de los notarios con la otra manita (la que no lleva la bola) absurdamente oculta tras la espalda, son el inevitable preludio de la consabida visualización del entusiasmo de los "agraciados": la ducha de cava (o sidra: aún no han cobrado), los gritos ante la cámara, la alegría desbordada y más "mediática" cuanto más obscena.

Sé que parezco un aguafiestas o, a lo peor, un envidioso que disfraza su frustración de elitismo. Algo de eso hay, seguramente: a mi la única lotería que me ha tocado es seguir vivo (por ahora) al final de una década cuyos más significativos iconos se me antojan Osama Bin Laden (¿dónde está? ¿por qué no lo cogen?) y el pequeño Harry Potter (que nació en 1997). Sin embargo, en un mundo como éste conforta saber que a algún hermano nuestro la lotería le permite disfrutar (al menos durante un rato) de la parte más agradable del capitalismo sin haber tenido que explotar a nadie. Como el bueno de Henry, que sólo contaba con su ingenio y su buena reputación; y eso, ya se sabe, no da pelas. En todo caso, felicidades a quien haya pillado el reintegro: quien no se arriesga, no gana.

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