_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Español y castellano

Catedrático de Universidad

La presente situación de cambio político plantea, como era de prever, constantes problemas léxicos y semánticos. A la hora de redactar la Constitución se ha debatido el uso de nación, nacionalidad, región, y se debate la conveniencia de que se diga castellano o español o ambas cosas a la vez. Sin duda, no carece de interés el iluminar estos conflictos desde el punto de vista lingüístico. Porque el lenguaje es algo que nos es dado tan inmediatamente que a veces ni nos paramos a pensar en lo que es o ni nos damos cuenta de que tiene una existencia independiente de nosotros: como sí confundiéramos la camisa con nuestra propia piel. Damos por supuestas, en una palabra, cosas que distan mucho de estar demostradas.

Por ejemplo: que una palabra tiene un solo y exclusivo significado, opuesto y diferente siempre al de otras palabras (aunque las pueda haber, también, de significado idéntico, palabras sinónimas decimos). Esa univocidad es de regla en la lengua científica y se da a veces en las lenguas naturales. Pero no siempre. Una cosa es «el día» en «el día tiene veinticuatro horas» y otra en «Noé estuvo en el arca cuarenta días y cuarenta noches». Una cosa es «el hombre» en «los derechos del hombre» y otra en «hombres y mujeres». Una cosa es español en «los catalanes son españoles» (por allí empezó Hispania, precisamente), «el catalán es una lengua española» y otra en «el verbo español» (no el catalán) o, simplemente, «el español».

A veces, en Semántica, las oscuridades proceden de un análisis precípitado. Muy concretamente, en palabras que entran en oposiciones privativas, una cosa es el uso genérico o negativo y otra el específico o polarizado. Las lenguas están acostumbradas a trabajar con esta ambigüedad. Ciertamente, a veces el uso específico de una palabra puede sustituirse por un sinónimo que no es ambiguo. En vez de hombre, el impreso de la contribución sobre la renta nos dice que escribamos V (varón), mientras que se mantiene M (mujer), que no es ambiguo. Y en vez de español decimos muchas veces (y parece que se quiere que digamos siempre) castellano, en el uso específico quiero decir. Pero las lenguas naturales soportan la sínonimía y la ambigüedad parciales, que resuelven mediante el contexto.

Este es, sin duda, el centro de la cuestión. Entonces, los argumentos de que también el catalán, el gallego, etcétera, son lenguas españolas, cosa por demás evidente, no son válidos: es el uso genérico del término español, que no invalida que exista el específico. Y cuando la Academia habla de la sinonimia de castellano y español tiene toda la razón, lo mismo que cuando llama al castellano «lengua española por antonomasia». Aunque olvida precisar que se trata de una sínonimía sólo parcial, en ciertos contextos, y que antonomasia quiere decir precisamente eso, «denominación por oposición». Cuando no hay oposición o cuando la hay a otros términos (el francés, etcétera), el significado cambia. Pues las palabras no operan aisladas, sino en un contexto y en un sistema de oposiciones, que afectan a su significado.

Es este un intento de clarificar esta cuestión, una de tantas en que opera el principio inconsciente según el cual detrás de cada palabra vemos una sola cosa (un lobo detrás de lobo) cuando, muchas veces, según las circunstancias, hay más de una. No hace falta llegar a los extremos de Korzibski, que quería sanar a la Humanidad explicando Semántica, o de su discípulo Hayakawa (hoy senador de Estados Unidos), que, siendo rector de Berkcley en los peores momentos de la revuelta estudiantil a fines de los sesenta, rebatía a los activistas con explicaciones semánticas (parece que, aparte de esto, instaló el rectorado en un búnker subterráneo). Pero un análisis del uso no está mal antes de tomar decisiones.

Claro está que las cosas son más complejas de lo que hasta aquí he explicado. Después de todo, la cuestión del castellano y el español es vidriosa desde siempre. Recuerdo que en 1970, cuando fundamos la Revista Española de Lingüística (no de «Lingüística Española», entiéndase), se planteó con cierta virulencia. Dimos la solución liberal, admitiendo ambas terminologías. Pero si la cuestión es vidriosa, por algo será. ¿Por qué.?

Cierto, en primer término, por un análisis defectuoso que pretende una definición unívoca del término español. Las lenguas no funcionan así, hemos de contestar: los significados, en castellano y en todas las lenguas, con frecuencia no son unívocos.

Pero no es sólo esto. No se puede negar que el término español resulta, a veces, en exceso ambiguo, es difícil decidir si nos hallamos ante un uso genérico o uno específico. Por ejemplo, un título como Historia de la Literatura Española no deja claro si el libro en cuestión se ocupa sólo de literatura castellana (uso específico) o, también, de la de las otras lenguas de España (uso genérico). Esto se presta, digámoslo claramente, a equívocos.

Ni se pueden negar los factores sociolingüísticos. La adhesión natural de los hablantes a su propia lengua hace que puedan sentir como discriminatorio que español, a más de su uso genérico, tenga un uso específico sinónimo de una de entre las varias lenguas de España. El lingüista sincrónico no puede hacer otra cosa que afirmar que el uso es ese; y que ello se debe a que esa lengua, el castellano, a más de ser una lengua particular como otra cualquiera, se habla en toda España y es lengua oficial: evolución relativamente reciente del término español paralela a las que llevaron a que se llamara francés, italiano, alemán a determinados dialectos particulares.

Son simples hechos, no son o no deben ser posiciones de combate. Pero subsiste la parcial ambigüedad y subsiste que es imposible evitar que, de resultas de fricciones de orden sociolingüístico y político que se han producido, alguien lea en la parcial sinonimia español= castellano alguna intención que no le es grata.

Se comprenden, a partir de aquí, dos posiciones. Una que diríamos científica: escoger el término específico castellano como no ambiguo y como emotivamente neutro. La lengua científica hace todos los días elecciones de este tipo. Y otra que llamaríamos partisana o política: elegir el término castellano y rechazar español, igualmente, pero con otro fin, el de buscar instrumentos para una nueva política lingüística o para evitar antiguos resquemores de este orden. Porque la lucha política e ideológica se hace muy principalmente con palabras, son sus principales armas arrojadizas: eligiendo entre ellas, modificando su significado, obnubilando al público con su repetición; es cosa bien sabida. Aunque con frecuencia esas innovaciones no se imponen y crean una escisión más.

El problema, en el fondo, en este y otros casos, es el siguiente: si una Constitución ha de seguir el uso del lenguaje, como propugna la Academia, o si ha de ocasionalmente, modificarlo, aunque sea por simple elección. Y ello ya para crear un modelo científico, ya para crear un modelo político que se espera se difundan.

Si se sigue el uso, bastaría en nuestro caso con añadir, allí donde se habla de la oficialidad del castellano, una frase del tipo «también llamado español». Y habría que concienciar a todos los españoles de que se está, simplemente, siguiendo un uso común y aceptando un hecho: decir que el castellano es lengua oficial y llamarlo español es, en realidad, pura tautología o repetición. Hay que decir que llamar al castellano español tiene, junto a sus inconvenientes, ventajas: da una definición rápida y abreviada cuando no se plantean oposiciones con otras lenguas peninsulares. No excluye, en absoluto, el uso de castellano cuando ello es necesario para la claridad.

Existía al lado, claro está, la solución contraria, que es la que ya ha optado el Congreso; dejar la Constitución tal como está, con sólo el término castellano. Hay que darse cuenta, tan sólo, de que en ello hay un proyecto de reforma de la terminología lingüística que no va a poner fin de hoy a mañana al uso existente. En cierto sentido, la ambigüedad que hoy existe, va a aumentar al c existir una junto a otra desde ahora la terminología del uso y la de la Constitución. Teniendo en cuenta que la del uso se apoya, para su subsistencia, en hechos poderosos, como son el paralalismo con la terminología lingüística relativa a las lenguas de Europa en general y la misma correlación habitual entre oficialidad de una lengua para una nación y denominación de la misma según el nombre de ésta.

Esto es lo que puede advertir el lingüista puramente especulativo, sin fuerza para influir sobre la vida de la lengua. La fuerza está en los votos, que dependen de razones sociolingüísticas y políticas. Pero esa fuerza ha de contar con un análisis de cuál es la situación y de las previsiones que son verosímiles para el futuro.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_