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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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'Esproemios' del 'merpasmo'

Manuel Rodríguez Rivero

En este país, en el que abundan quienes se calzan los guantes de terciopelo para hablar de literatura y donde el linimento de la autocensura (basada en el prudente principio del hoy por ti, mañana por mí) suaviza hasta desvirtuarlas no pocas críticas literarias, sería difícil que funcionara un galardón semejante al Bad Sex Award, instituido en 1993 por la prestigiosa Literary Review para "llamar la atención hacia el uso vulgar, de mal gusto y a menudo descuidado y redundante" del sexo en la novela contemporánea. El de este año ha recaído en un pasaje particularmente tremendo de Las benévolas, de Jonathan Littell, ganadora del Goncourt en 2006 y una de las novelas "de calidad" más leídas (yo no pude terminarla) en Europa en el último lustro. El pasaje "premiado", igual que los de los otros finalistas (entre ellos, Philip Roth, Amos Oz, o John Banville) puede ser leído (en inglés), en la web de la revista. Si lo hacen, reconocerán que -aislados del contexto- todos los fragmentos transcritos se merecían la "nominación".

El premio Bad Sex, instituido en 1993 por 'Literary Review', "llama la atención hacia el uso vulgar" del sexo en la novela contemporánea

En una entrevista publicada ayer en este diario, Paul Auster, en cuya última novela (Invisible, Anagrama) existen varios pasajes de particular tensión erótica (y, encima, incestuosa: qué morbo), afirma que lo más difícil es escribir sobre sexo. Seguramente tiene razón. Sobre todo ahora, cuando con la liberación de las costumbres y el fin de (casi todas) las censuras, el sexo explícito se ha convertido en un ingrediente más o menos fundamental de muchas de las novelas que se publican, al menos en la parte del mundo en la que los integrismos religiosos no asfixian la vida cultural. Olvidado ya -por aburrido- el viejo debate acerca de las fronteras entre el erotismo y la pornografía (según Robbe-Grillet, la pornografía sería el erotismo "de los otros", quizá refiriéndose a los pobres, que lo practican sin "arte"), ahora parece que vale casi todo. Con un último tabú, el de la pederastia, ante el que la opinión pública sigue reaccionando airadamente; ahí tienen la polémica en torno a la última novela de uno de los más consagrados mitos del panteón literario globalizado: Memoria de mis putas tristes (2004), de Gabriel García Márquez, en la que el Nobel colombiano sigue caminos antes transitados por Yasunari Kawabata (La casa de las bellas durmientes, 1961). El amor erótico (aunque sea senil) hacia los niños sigue siendo intolerable.

Claro que todo tiene su precio. Convertir la expresión del sexo (incluso del más "salvaje") en moneda corriente en la narrativa contemporánea, puede haber mermado la fuerza transgresora y subversiva que tenía en otro tiempo. Y no me refiero sólo a la época en que la literatura licenciosa no se enseñaba, pero sí se coleccionaba, y los llamados "infiernos" de las bibliotecas estaban atiborrados de obras prohibidas y "desahogos" de todo tipo de escritores.

(Mal) sexo y novela. Cada uno tiene su punto de vista en lo que se refiere a la presencia del sexo en la narrativa escrita en español. Para mí, ya que estoy en harina, uno de los (numerosos) pasajes candidatos a un hipotético premio extraordinario al mal sexo se encuentra en el "diario del gaviero" de La nieve del almirante (1986), de Álvaro Mutis, cuando el narrador se hunde (pasivamente) en el vientre de una indígena (es imposible pasar por alto el tufo neocolonialista del relato) de la que se desprende "un olor nauseabundo" que termina por hacerle vomitar. Y, por contraste, una de las más hermosas escenas de sexo sigue encapsulada en mi memoria gracias al magistral capítulo 68 de Rayuela (Julio Cortázar, 1963), escrito en aquel idioma inventado ("glíglico") y sumamente erótico y excitante en el que los sonidos y los ritmos evocan los más voluptuosos espasmos del amor. De él he tomado el título para este artículo que pretendía nada asexuado.

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