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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Estridente Armagedón

Manuel Rodríguez Rivero

Debo empezar con una confesión: nunca logré aficionarme al fútbol. No presumo de ello: seguramente es una pérdida, sobre todo en una época en la que el gusto por el espectáculo del deporte-rey parece firmemente implantado en el ADN de la humanidad como única (y verdadera) religión mayoritaria. Por alguna razón (me lo tengo que hacer mirar) en mi autobiografía el fútbol permanece ligado a domingos grises de infancia, con mi padre encerrado en su despacho escuchando las retransmisiones de los partidos y comprobando los aciertos de su quiniela: cuando la puerta se abría, ya había terminado el fin de semana y se acercaba el colegio. De mi tristeza hacía responsables a personajes lejanos: Kubala, Zarra, Di Stéfano. Los odiaba.

Si los sindicatos deciden adoptar las 'vuvuzelas' para la huelga general, estoy seguro de que el Capital se derrumbará

A casi todos mis amigos el fútbol les apasiona, y sus conversaciones y juicios se han ido llenando de personajes, símiles y expresiones balompédicas que me cuesta descifrar. Con los medios me ocurre lo mismo, lo que incrementa una sensación de exclusión que, como les sucede a los resentidos y a los cascarrabias, acabo transformando en irritado desdén. De manera que a menudo me siento tan solo como el patético protagonista de Soy leyenda (Richard Matheson, 1954), único humano inmune en un mundo de vampiros. Solo que ahora el monstruo soy yo.

Cargado de buena voluntad, me había propuesto dejarme llevar por el espectáculo en estos mundiales sudafricanos. Durante cinco tardes he intentando construirme un suasorio locus amoenus ante el televisor (incluyendo la bandeja con apetecibles aperitivos) para propiciar el encuentro, convencido de que, en algún momento, sobrevendría la epifanía que me haría experimentar lo inefable: la magia del fútbol. La puerta del despacho de mi padre abierta de par en par.

Créanme: lo he intentado en serio. Pero no contaba con las vuvuzelas. Desde hace un par de días siento su cacofónica murga implantada en mi cerebro, insidiosa como esa humedad invernal de la que cala hasta los huesos. Tras cuatro o cinco "encuentros" contemplados hasta el final del tiempo añadido por el "colegiado" (ya ven, voy controlando la jerga), es como si mi sistema nervioso -tan perturbado como el de una decadente heroína de Poe- se encontrara depositado en el interior de un enorme avispero atacado por una legión de zombis con motosierras. Sé que no estoy solo: no ignoro que incluso algunos de los más obstinados balompédicos están a mi lado en esta estruendosa zozobra, con sus neuronas afectadas por el monótono fragor sin alma, como aquel de "un solo tono" que emitía la escatológica sirena platónica (República, 617b).

Me rindo. Sobre todo ahora que sé que con la "identidad" (sudafricana) hemos topado: no hay nada que hacer. No veré más partidos, la caja de Lexatín está vacía. Estoy seguro de que hasta Javier Marías comprenderá mi decisión. Se acabó. Ahora ya sé que es una conspiración: frente a las protestas, Itumeleng Khune, guardameta de la selección sudafricana, ha declarado que debería haber aún más vuvuzelas en el estadio, como si la horrenda fanfarria fuera a traerles la victoria tras destrozar los desacostumbrados tímpanos de los adversarios. Pasto de otorrinos.

En realidad, la pesadilla no ha hecho más que empezar. Leo que Sainsbury, la cadena británica de hipermercados, ha vendido más de 20.000 vuvuzelas de plástico (¿fabricadas en China, como casi todos los símbolos de "identidad nacional"?). Su estruendo ha llegado para quedarse, pero a lo mejor no es tan malo. ¿Se imaginan? Si los sindicatos deciden adoptarla para la huelga general de septiembre, estoy seguro de que el Capital se derrumbará como las murallas de Jericó ante las trompetas israelitas (Josué, VI). La vuvuzela es el Armagedón. Una desgracia en la que no pensó Coetzee.

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