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Reportaje:EL PAÍS | Clásicos españoles

'Fortunata y Jacinta'

EL PAÍS ofrece en dos entregas, el lunes y el martes, por 1 euro cada día, al comprar el diario, la novela de Benito Pérez Galdós

Almudena Grandes

Él se llama Juan Santa Cruz, pero le llaman Juanito. Ella se llama Fortunata y sus apellidos no importan. Cuando su tía la reclama a voces por la escalera, se come la última sílaba de su nombre, pero entonces ya se han encontrado. Al número 11 de la Cava de San Miguel se accede a través de una pollería. En el piso más alto vive Estupiñá, un hortera con pretensiones de caballero cuyo principal afán consiste en parecer muy atareado, aunque ninguna de sus ocupaciones le estorba para vigilar al heredero, Delfín le llama él, de los Santa Cruz, al que espía por cuenta de su madre e intenta proteger en sus correrías nocturnas por el subsuelo humillado y sórdido, vicioso y fascinador, de la ciudad. Sólo el ataque de reúma que padece durante la primavera de 1869, le aparta del Delfín, pero entonces es él quién va a verle. Y en la pollería que hace las veces de portal, contempla a una mujer guapa, joven y alta, que se lleva un huevo a la boca mientras le mide con los ojos. Cuando él le pregunta cómo puede comerse esas babas crudas, ella se yergue, saca pecho, se ahueca en su mantón y contesta, mejor que guisadas. Y hace una pausa antes de añadir, ¿quiere usted? "Si Juanito Santa Cruz no hubiera hecho aquella visita", escribió Galdós, "esta historia no se habría escrito. Se hubiera escrito otra, eso sí, porque por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela; pero ésta no".

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Esta es la historia de dos mujeres casadas y del hombre que las une como un lazo perpetuo y venenoso. La historia de una mujer del pueblo, bella, sincera, torpe, fértil, y de un ángel de la sociedad, ni tan bella ni tan torpe como su rival, estéril e indefensa ante su esterilidad primero, tramposa, cruel y hasta despiadada después. Entre ambas, un hombre inane, nocivo, caprichoso, inmoral y sin carácter, un triunfador. Y alrededor, Madrid, el Madrid que Galdós creó como si no existiera ya una ciudad con ese nombre, la ciudad que ya nunca podrá distinguirse del Madrid que inventó su creador.

La unión de Galdós y Madrid es tan esencial, tan íntima y honda al mismo tiempo, que los dos, el escritor y su ciudad, han corrido una suerte semejante. Es curioso comprobar cómo, a diferencia de lo que ocurre con Clarín y Oviedo, por no citar el caso de Dickens y Londres, que resultaría mucho más apropiado, no se recurre de manera sistemática a Galdós para simbolizar a la ciudad a la que entregó su obra. De hecho, en Madrid, un grupo de entusiastas de Valle-Inclán recorre cada año el trayecto de Max Estrella en Luces de bohemia, sin que don Benito haya cosechado nunca un homenaje comparable. No es sólo triste, no es sólo injusto, también es comprensible. Y no sólo por el riguroso papanatismo que caracteriza en proporciones lamentables a muchos habitantes de nuestro inculto país, ávidos defensores de lugares comunes que no se molestan en comparar sus prejuicios con las fuentes de las que emanan -porque una cosa es hablar de libros y otra es leérselos, pues no faltaría más-, sino porque ambos nombres, Galdós y Madrid, comparten la misma condición sospechosa de factores principales, uno literario, otro político, en la construcción de un país polvoriento, atrasado y antiguo llamado España. Una sospecha que, francamente, con los libros, los datos y la historia en la mano, es muy, muy, pero que muy difícil de sostener.

Por eso, para leer Fortunata y Jacinta es mejor olvidar los garbanzos y recordar a Luis Cernuda, que en el exilio evocó la obra de Galdós como la única España que amaba, que sentía como propia. Si después de leer esta novela inmensa, emocionante, monumental, piensan que Galdós se merece el apodo de don Benito el garbancero -qué injusto, concluyó Jorge Guillen, primero por don Benito, y luego, además, por los garbanzos, con lo ricos que están-, al menos se habrán armado de argumentos para nutrir la corriente de la corrección política. Si sucumben al poder casi inconmensurable de un novelista tan grande que se convirtió en una metáfora del género que cultivaba -todos los vicios de la novela están en Galdós, pero todas las virtudes de la novela están en Galdós, porque Galdós es la novela-, habrán aprendido tanto de literatura como del país donde viven. Habrán descubierto que cualquiera de los personajes secundarios que animan, como pinceladas tenues o coloristas, a veces accidentales, hasta prescindibles en apariencia, las páginas de este libro, proporcionaría el argumento de la novela de su vida a muchos de los escritores contemporáneos que se permiten el vano lujo de despreciar a su autor.

Entre los reproches que le suelen hacer, hay uno que resulta paradójicamente justo. Es cierto que don Benito es excesivo, tanto que le "sobran" personajes, tramas magníficas que, de haber querido, le habrían permitido escribir otras tantas novelas tan largas como ésta. Por citar sólo algunas, la novela de Estupiñá o la de doña Lupe la de los pavos, la novela de Mauricia la dura, tan conmovedora en su ambigua maldad, o la de "santa" Guillermina Pacheco, tan terrorífica en su ambigua bondad, la novela de Feijóo, protector de Fortunata y alter ego de su creador, que se da a sí mismo la oportunidad que le ofrece a su amante, y, sobre todo, la de la patética grandeza de Maximiliano Rubín, marido cornudo y frustrado redentor de una mujer enamorada de otro hombre. Eso, más que exceso, se llama poderío, y en ningún caso estorba a Galdós para controlar con precisión las múltiples riendas de una novela que es mucho más de lo que parece. Fortunata y Jacinta va más allá de la aparente simplicidad de una historia de amores convenientes y prohibidos en función de criterios sociales, y no morales, que su autor no se limita a denunciar con frialdad, puesto que asume con un fervor progresivo, cercano al amor de Feijóo, la causa de la desdichada amante del Delfín. Es también una crítica certera, implacable, de la España de la Restauración. Cuando Fortunata, al borde de la muerte, sube las escaleras de su buhardilla ignorando que unos peldaños más arriba, Guillermina y Jacinta acechan su muerte para robarle a su hijo como una pareja de buitres impíos, proclama que ella también es un ángel. En esta convicción, que es su derrota, porque certifica el triunfo de sus enemigos, se salda la suerte de un país entero. A una novela no se le debería pedir mucho menos pero, desde luego, no se le puede pedir más.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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