Generosa herencia

En el prólogo de Música para camaleones, Truman Capote contaba que había comenzado a escribir, a los ocho años, relatos varios. "Me divertía muchísimo al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo". A Tomás Eloy Martínez le gustaba citar ese prólogo cuando hablaba de la escritura: de la actitud que un escritor o un periodista debían tener ante el objeto de sus desvelos, ese látigo que azota con poco de placer y mucho de exigencia, de demanda, de entrega obcecada. No creía que esa entrega, esa demanda, esa exigencia, debieran ser distintas según se trabajara con materia real o de ficción. Y sentar las bases de esa libertad narrativa, y sentarla ya no desde publicaciones esporádicas sino desde Primera Plana, Panorama, Página/12, La Nación o la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano es una de sus más generosas herencias para miles de periodistas latinoamericanos.
En todos esos sitios construyó espacios en los que el periodismo, como una forma del arte no diferenciada de la literatura en sus exigencias de calidad, de búsqueda narrativa, de -esa palabra que le gustaba tanto- eficacia, desplegó alas. Vino a decir hace ya años, con libros, con artículos que podían versar sobre los sobrevivientes de la guerra de Hiroshima o el poeta Saint-John Perce, lo que ahora es ley en el periodismo narrativo: que importa el qué, pero sobre todo el cómo. Que una historia, aunque repasada una y otra vez, puede arrojar mejores brillos y mejores llagas si se la expone a una mirada que esquiva los lugares comunes y las certezas se sumergen en las aguas, mucho más peligrosas, pero tanto mejores, del periodismo bien hecho.
Eso se le debe. Eso le debemos todos.
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