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CAFÉ PEREC
Columna
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Gil de Biedma

Enrique Vila-Matas

Los más elegíacos, acaso los más lúcidos, consideran que vivimos ya inmersos en un paisaje moral y cultural en estado de derribo, en un crepúsculo del lenguaje, en una cultura posliteraria: lo que ocurrió, ocurrió antes. Esta percepción de la ruina resulta fácilmente contagiosa y, sin ir más lejos, se ha asomado a mi lectura de El argumento de la obra, el libro en el que Lumen reúne gran parte de la correspondencia del poeta Gil de Biedma. Editado y prologado brillantemente por Andreu Jaume, El argumento de la obra parece acoger al mismo tiempo una idea general de crepúsculo y un extraño aire optimista. Por un lado, está ese Gil de Biedma en su elegante faceta, hoy ya tan poco usual, de persona extremadamente cuidadosa al escribir cartas. Acaso son virtudes de otro tiempo. Es más, ya en su momento, su amigo Joan Ferraté comentó que el entonces joven poeta era uno de los pocos, tal vez el último del círculo de sus amistades, todavía capaz de escribir y contestar cartas. Y no parece que anduviera errado. De hecho, como señala Andreu Jaume, "fue uno de los últimos de su generación en cartearse con un deliberado sentido estético".

Dejó un ejemplo valioso de una escrupulosa práctica literaria en medio de una cultura de la ruina

El lado no elegíaco viene dado por las posibilidades que nos ofrece El argumento de la obra de elevarnos por encima del pesimismo actual, pues nos acerca a alguien que, en pleno declive general del lenguaje, fue capaz de mantener la dignidad y el gesto de siempre de la mejor literatura, en este caso de la epistolar, discurriendo -suponemos que "como un noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia"- acerca de los problemas que le ocasionaba la poesía que deseaba hacer y a la que quiso aplicar notables dosis de "áspero sentido común y alada gracia lírica". En realidad, se sirvió de esa gracia en todas sus cartas. Y ésta, combinada con su prosaico temperamento pragmático, acabó derivando en uno de los secretos mejor guardados del genio de su poesía. Me acuerdo, por ejemplo, de una carta de gracia afilada (dirigida a Gustavo Durán) en la que, de pronto, en chispeante giro alado, le dice a su corresponsal que la vida es "demasiado confusa para explicar por carta".

Y sin embargo, precisamente porque la vida es tan confusa, escribía cartas, recogidas ahora en esta edición tan oportuna. Oportuna, puesto que, después de su desdichada aventura en Sodoma, era preciso dar de nuevo la palabra al escritor y conocerlo en las verdaderas dimensiones de su teatro poético. Hoy en día, algunos parecen preocupados por si el libro electrónico sustituirá al tradicional y zarandajas por el estilo cuando lo único que debería inquietarles es la desaparición del lenguaje y del pensamiento y de los lectores activos y de los no muchos verdaderos escritores que aún quedan. Porque la amenaza no viene con la novedad que pueda aportar lo digital -hay una simple continuidad entre Gutenberg y Google y no ruptura como algunos modernos pretenden decirnos-, sino con la posibilidad ya latente de que acabe borrándose el lenguaje mismo y caigamos en esa soledad que existió en el universo antes de que creáramos las palabras, antes de que existiera ese bien que el lenguaje le ofrece al hombre, el animal que habla, el animal que tiene logos (palabra, razón) y es capaz de expresar y compartir sus ideas y sus sentimientos.

Palabra y razón esperan al lector en El argumento de la obra. Gil de Biedma, razonable y epistolar, dejó un ejemplo valioso de una escrupulosa práctica literaria en medio de una cultura de la ruina. Su testimonio de no resignación invita a creer que en nuestro elegíaco clima cultural quizás no esté aún todo perdido y, además, quién sabe, no todo necesariamente haya ocurrido ya.

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