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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Guía del rock para idiotas

Diego A. Manrique

Un pequeño catálogo de clisés que circulan por el universo musical. El uso reiterado de tres o más avisa que se acerca peligrosamente la calcificación mental. Cuidadín.

- Yo solo escucho música en vinilo. O en MP3 o en cartuchos de ocho pistas (sí, hay gente para todo). No entremos a discutir las ventajas sónicas de uno u otro; mejor, dejemos esas cuestiones a los audiófilos. Lo que realmente importa es el contenido; derivar el énfasis hacia el soporte revela inclinaciones fetichistas.

- Ya no se hace música como en los ochenta. O los sesenta o los cuarenta. Ahora, prácticamente todos los estilos del siglo XX están siendo revividos, con olor a naftalina o con visión actualizada, en analógico o digital. Solo la ignorancia o el conformismo pueden justificar tan audaces afirmaciones.

Cuesta llamar conciertos a esos 'shows' audiovisuales controlados por un ordenador

- A mí, X me gustaba en los primeros tiempos. Traduciendo: "X me valía cuando los conocíamos unos pocos, no ahora que los escucha hasta el frutero". Sin negar que la omnipresencia desgasta el encanto inicial de muchas propuestas, esa frase destapa un secreto del rock: a pesar de su vocación democrática, alienta el implacable elitismo de quienes tienen como principal objetivo vital estar a la última.

- 'Indie' significa "independiente". Eso sirvió en otros tiempos. Hoy, es una estética que se manifiesta en sellos pequeños... y grandes. La financiación de la música -sea por una corporación o por un supuesto mecenas- no determina su naturaleza: hay multinacionales que dejan en paz a determinados artistas y compañías diminutas que insisten en manipular a los creadores.

- Los nuevos modelos de negocio permiten la autonomía del artista. Encomiable en teoría, la práctica obliga al artista a plantearse días de 48 horas. El sistema de la industria musical puede ser detestable pero se ha mantenido durante cien años. Hay razones sólidas para que existan las discográficas, los representantes, los productores y, sí, los encargados de crear contenidos para la Red. Entre otros motivos, para que el gorrión pueda centrarse en lo suyo.

- Las críticas no importan: los artistas no leen. Efectivamente, algunos artistas leen poco (¡ni siquiera sus propios contratos!). Pero incluso el más analfabeto tiene un prodigioso escáner que detecta su nombre en un mar de letras. Por no hablar de una memoria de paquidermo, que le permite recordar, muchos años después de su publicación, palabra por palabra, cualquier ofensa escrita.

- Los festivales son buenas ocasiones para descubrir música. Aunque el espectador venga predispuesto a las epifanías, lo cierto es que los carteles festivaleros tienden a lo genérico. Los grupos desfilan como aspirantes en una audición, repiten sets reducidos y se marchan ignorando si visitaron Bélgica o Croacia.

- La radio musical no tiene sentido en la era de Internet. La promesa -que no realidad- de la fonoteca universal resulta embriagadora. Lo mismo que la infinita oferta de programaciones de todo el planeta. Sin embargo, ocurre una desconexión de la realidad circundante cuando el oyente abandona las emisoras locales o nacionales. En vez de hacerle parte de una comunidad mayor, su vagabundeo por el mundo digital le convierte en un freak, obsesionado por bandas desconocidas y esclavo de criterios distantes.

- La música debe ser gratis; los artistas ya ganan bastante con el directo. Aún aparcando a aquellos que no pueden o no quieren actuar, pocos artistas aceptan ese trueque. Un efecto de ese desplazamiento del dinero podría ser el bajón en la calidad media de las grabaciones, frecuentemente hechas sin aportación externa en estudios caseros. Menos discutible es la subida atmosférica de las entradas para conciertos, si pueden llamarse así esos espectáculos audiovisuales controlados por un ordenador.

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