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Reportaje:las colecciones de EL PAÍS

Horizontes muy lejanos

El exilio tibetano afronta con realismo que la redención de su país va para largo

Jacinto Antón

Cuentan que cuando Avalokiteshvara, el bodhisattva de la compasión, decidió salvar al mundo del sufrimiento, del ciclo del samsara, lo logró tras un esfuerzo supremo cerrando los ojos; pero al volver a abrirlos, el sufrimiento, como acaso era predecible, seguía allí, y entonces brotó de sus ojos una lágrima de absoluta tristeza. Una lágrima similar -seguida de muchas más- es la que surge de los ojos de la monja tibetana Dechen Choezan, ex presa política refugiada en India, al narrar su terrible historia en uno de los momentos más conmovedores del dramático documental Budas en el exilio. Choezan es hermana de un rimpoche, un gran lama, al que la policía china, dice, encarceló porque un monje de su monasterio agitó una bandera tibetana frente al Potala, la residencia tradicional de los dalái lama en Lhasa. A Choezan la detuvieron por cómplice. La llevaron a la siniestramente famosa prisión de Guza donde fue torturada. Con los ojos cerrados, en primer plano, el pelo al cepillo, la túnica roja, la mujer explica cómo la mojaban y electrocutaban con una porra eléctrica. Luego la condenaron, por apología del separatismo tibetano y posesión de fotos del dalái lama -que ya es delito-. Al salir de prisión, su madre había muerto, su hermana enloquecido y tres hermanos más estaban también encarcelados. Dechen decidió huir, cruzar a pie los Himalayas.

En la diáspora ha surgido un nuevo sentimiento de pertenencia a Tíbet
"Tenemos que mantener la cultura, si fallamos nosotros se pierde todo"

La suya es solo una de las muchas tragedias del pueblo tibetano desde que en 1950 los chinos invadieron su país. Los tibetanos no estuvieron muy hábiles: se suponían protegidos por las divinidades y algunos altos dignatarios encomendaron a ellas la defensa cuando está comprobado que dan mejor resultado los Lee Enfield y los Mauser, por no hablar de los cañones de campaña. Tíbet pagó años de aislamiento, su ceguera y cierta altanería. El propio dalái lama, Tenzin Gyatso, ha mencionado que un karma colectivo les llevó al desastre. Fuera eso o la geopolítica, las consecuencias han sido espantosas: conventos destruidos, torturas, asesinatos, esterilizaciones forzosas; la extirpación sistemática de una cultura y una forma de vida.

Una tragedia compartida por miles de compatriotas. Pero en el exilio, dato positivo que también ha apuntado el dalái, ha surgido una nueva tibeidad, un nuevo sentimiento, paradójicamente, de pertenencia a la tierra. Lo comparten jóvenes tibetanos que ni siquiera han pisado nunca su país. Ese sentimiento ha reforzado la cohesión del pueblo tibetano. Al respecto, el dalái ha recordado estas palabras de un himno del siglo VI: "Lo inmóvil se dispersa y lo que se mueve permanece".

Ngawang Topgyal es lo que se mueve, un joven ex monje que vive en Barcelona y se encarga de actividades culturales de la comunidad tibetana y en la Casa de Tíbet en la ciudad. En el centro exhiben una bonita maqueta del Potala que es lo más cerca que ha estado Ngawang de ese monumento emblemático de Tíbet. Hablamos en la biblioteca. "Nací en un campamento de refugiados en Solo Khumbhu, en el Nepal, al pie del Everest, al otro lado de Tíbet, en 1974, creo. La mayor parte de mis recuerdos de infancia transcurren en un monasterio a 70 kilómetros del campo donde mi tía era monja. A los seis años recorría el camino de vuelta para ver a mis padres y abuela. Mi familia eran campesinos, cultivaban patatas para sobrevivir y mi madre tejía también alfombras tibetanas que vendía a los sherpas". Ngawang tiene un rostro agradable y viste a la occidental, con una camisa y pantalones. "A los 10 u 11 años fui a Dharamsala e ingresé en un monasterio. ¿Vocación? Fue algo muy natural, como vivía ya en un entorno monástico no me fue nada extraño, estaba a gusto. En Dharamsala lo aprendí todo sobre el exilio". Ngawang explica que los tibetanos en esa situación son cerca de 200.000, de los que un centenar viven en España. Él llegó a Barcelona, dice, por casualidad. "En Dharamsala conocí a voluntarios catalanes que trabajaban allí y me invitaron; vine en 1999. Ahora doy clases de tibetano en la Casa de Tíbet, hay mucha demanda".

Ngawang, que colgó los hábitos tan naturalmente, dice, como los tomó, influenciado en parte por el nuevo ambiente de vida occidental, echa algo de menos la vida monástica. ¿Siente que Tíbet es realmente su casa? "Es la casa que no he conocido, pero me da mucha fuerza para vivir. Pienso mucho en los tibetanos de dentro, en su lucha, los admiro por vivir bajo esa gran presión".

No es fácil ser un exiliado. "Ser exiliado es una gran tristeza, todo te hace recordar que careces de país propio, pero a la vez es un impulso de lucha". La relación con los inmigrantes chinos es complicada. "Nos tienen por terroristas, separatistas, es lógico con la educación que han recibido".

¿Cómo ve lo de regresar a Tíbet? "Mi idea es esa, no me costaría, tengo facilidad de adaptación, he tenido que tenerla; pero lo veo lejos, hay que ser realista. Ya llevamos tres generaciones en el exilio. Lo importante es la continuidad. Tenemos que mantener la cultura, porque si fallamos nosotros se pierde todo". ¿Qué ha sido de los khambas, los valientes guerrilleros de Tíbet de los que escribió Michel Peissel? "Tenían bases secretas en el Mustang, ahora ya está claro que es imposible sacar a los chinos por las armas: son mil millones contra seis millones; solo en Tíbet, ellos ya son mayoría, ocho millones. Aunque hay un grupo de jóvenes que aún cree en la independencia total, la esperanza es conseguir una autonomía genuina y amplia, es el camino del dalái y del gobierno tibetano en el exilio".

El refugiado Ngawang Topgyal, frente a una maqueta del Potala, en la Casa de Tíbet de Barcelona.
El refugiado Ngawang Topgyal, frente a una maqueta del Potala, en la Casa de Tíbet de Barcelona.TEJEDERAS

Historia de un exilio

- El documental de Chukyi Gawa y Flavio Signore, recoge la historia del pueblo tibetano exiliado y su lucha por la supervivencia a través de imágenes excepcionales y testimonios de primera mano. Dura 55 minutos, más otros 45 de extras, que incluyen una danza ritual.

Mañana, en su quiosco por solo 2,95 euros al comprar EL PAÍS.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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