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CAFÉ PEREC
Columna
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Huir

Enrique Vila-Matas

Leí la novela Nosotros dos, de Néstor Sánchez, a finales de los sesenta en una edición de Seix Barral que me animó a tratar de escribir mi primer relato. ¿Será verdad que en el fondo la mejor literatura es aquella que mueve a crear? Sea como fuere, Nosotros dos fue un libro decisivo para mí; tenía la cadencia del tango y de hecho resultaba muy parecido a un tango, del mismo modo que Siberia blues (1967), la siguiente novela de Sánchez, no era un libro sobre el jazz, sino lo más parecido que ha existido nunca al jazz.

Néstor Sánchez -este mes se cumplen ocho años de su muerte- fue en aquellos días considerado, junto a Manuel Puig, como un renovador de las letras argentinas. Parecía esperarle un brillante porvenir, aunque socavaba su alegría la mayor de las obsesiones: el miedo a la muerte, saberse "condenado a tener conciencia cotidiana del nunca pero nunca más". Deseaba huir de todo tipo de convenciones narrativas, extremarlas. Parecía de la cepa de Cortázar, pero sus planes eran destrozar todo atisbo de realismo, lo que le llevó, en sus momentos de éxito, a medirse con Borges en una entrevista y reprocharle que su pasión por la metafísica no hubiera ido más allá de una actitud filológica.

Néstor Sánchez fue considerado como un renovador de las letras argentinas

Con su tercer libro, El Amhor, los Orsinis y la muerte, experimentación radical, desconcertó. Se dijo que le había influenciado la prosa de la marihuana y de la beat generation. Pero él no se quedó en Argentina a escuchar lo que decían y puso en marcha ya una huida constante, que iba a ser con el tiempo el verdadero eje de sus pasos, la esencia misma de su vida, tal como sugieren en El arte de la fuga Sergio Núñez y Ariel Idez (Página 12, septiembre 2007).

Llevó su huida general tan lejos que algunos seguidores le dieron por muerto y le montaron un homenaje en Buenos Aires. Cuando para sorpresa de todos, supieron que vivía y que acababa de regresar de años de una aventura extraña por el mundo y estaba en Buenos Aires, fueron a verle para que les dijera por qué diablos hacía tanto tiempo que no escribía.

-Y bueno, se me acabó la épica -respondió lacónico.

Es una respuesta maravillosa. En el fondo, una buena síntesis de cuál puede ser el verdadero drama del escritor contemporáneo. ¿O no suele decirse que la decadencia de la novela se debe a que la esencia última de esta es la épica y nuestro tiempo no produce ya situaciones épicas?

Les contó a sus visitantes que en su huida de tantos años había pasado por Perú y Chile, y luego había viajado a Estados Unidos para una beca de la Universidad de Iowa, aunque a los cuatro meses huyó también de allí, "por no poder soportar ese desierto, esa soledad espantosa". Caracas y Roma habían sido las siguientes estaciones de su huida interminable. "Me fui a Roma y ante la imposibilidad de ganarme la vida, una mañana, al amanecer, experimenté un inexplicable aleteo y, a pesar del asco creciente que me daba el boom de la literatura latinoamericana, opté por tentar Barcelona". No hay mucha documentación de su paso por esa ciudad, donde escribió Cómico de la lengua y Carlos Barral le dio trabajo.

Luego, se fue a París, donde Cortázar y Bianciotti trataron de levantarle el ánimo, pero "volvieron a producirse casi las mismas decepciones, la garrafal brevedad de la vida". Hasta que todo quedó atrás, menos Apollinaire, del que nunca se olvidó, no se sabe por qué. Dejó París y durante años fue un vagabundo que recorría enloquecido las calles de San Francisco y Nueva York, durmiendo en coches y casas abandonadas. Fue en 1986 cuando desertó de la indigencia y volvió a Buenos Aires, a Villa Pueyrredón, el barrio de su infancia. Allí le esperaba aquel encuentro con los que le habían dado por muerto.

-¿Y qué fue de su vida, señor?

-No sé. Para las editoriales soy un raro de cierto peligro para el buen negocio de la facilidad y los lugares comunes que tanto abundan.

www.enriquevilamatas.com

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