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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Kamikazes entre pardillos

Diego A. Manrique

Maravillas de la sincronicidad: llegan a mis manos dos libros fascinantes que se desarrollan en la escena musical española de los sesenta. Son Los Beatles en España (Lobo Sapiens, León, 2009), de José Luis Álvarez, y Soul man (Lengua de Trapo, Madrid, 2009), descacharrante última novela de José María Mijangos. Me ronda la tentación de juntar a ambos en la categoría de ficción mitológica: Álvarez cuenta los intríngulis de las actuaciones de los Beatles en Madrid y Barcelona con pasmosa soltura, reconstruyendo extensas conversaciones de 1965, aunque reconoce que no se grabaron en magnetófono. Algunos dramatis personae se repiten: los cuatro Beatles, pero también el hombre que les contrató para España (Francisco Bermúdez), su presentador (¡Torrebruno!) o Roberto Sánchez Miranda, periodista de la revista Fonorama.

José Luis Álvarez fue el fundador de Fonorama, indescriptible publicación musical que, sin embargo, resultó clave a mediados de los sesenta por su apoyo a los conjuntos nacionales y su defensa cerrada de "la juventud"; ahora se está recuperando en edición facsímil. Álvarez consiguió la única entrevista que los Beatles concedieron gracias a su amistad con Brian Epstein. Él y su equipo fueron cómplices -vale, meros transportistas- en las incursiones del manager en busca de aventuras homosexuales por la calle Ballesta o Bourbon Street, el club de jazz madrileño.

Los Beatles en España traza el perfil de una sociedad cateta que no estaba preparada para el grupo. Posiblemente no fuera esa la intención de Álvarez, franquista reconocido, pero impresiona palpar la mala baba que rodeó al evento. Los medios estaban de uñas; el permiso para la aparición de los Beatles se concedió con sólo siete días de antelación (entradas, cartelería, publicidad, todo estuvo embargado hasta ese momento, con intención de sabotear el previsible éxito de los conciertos). Las autoridades sabían que rechazar a unos músicos recién condecorados por Isabel II provocaría un escándalo internacional, pero temían que grupúsculos antifranquistas aprovecharan para montar algaradas... como si la oposición supiera algo de los Beatles.

Álvarez, que alardeaba de buenos contactos en las "altas esferas", ofreció organizar una recepción controlada en Barajas y preparar un servicio de seguridad informal. El Ministerio de Gobernación tenía sus propios planes: en Las Ventas, la Policía Nacional rechazó a aficionados con entradas -el autor calcula que fueron unos 2.000- por el pecado de tener "pinta de bronquistas".

Para bronquista, el protagonista de Soul man. Hijo de un bluesman arquetípico, Cleophus Brown -inevitablemente, Cleofás para los españoles- aparece en Madrid vía la base de Torrejón de Ardoz. Coincide con el florecimiento de los mil conjuntos, integrándose con soberana desgana en Los Black & White y en Los Olvidados. Grupos ficticios que se codean con Los Brincos, The Kinks o The Beatles. Aquí se revive el Madrid pop -Imperator, Consulado, el estudio de Columbia en la calle Libertad- pero sólo como excusa para el humor bárbaro de Mijangos, que se deleita retratando una España cruel, egoísta, soez.

En creciente delirio, el engaño de un censor lleva a Cleophus al Pardo, donde Franco le concede la nacionalidad española. A partir de ese momento, Soul man entra en territorio de pesadilla. Cleophus ajusticia a dos policías homicidas y tarda treinta años en salir de la cárcel. La España que le espera es igual de cutre y racista, pero un moderno milagro -un anuncio televisivo relanza su Soy distinto- le devuelve al mundo de la música. Que es tan corrupto como implacable: le han robado los derechos de autor entre su representante y un antiguo compañero, reciclado en baladista. Nada le pertenece; descubre que quieren reeditar unas maquetas que grabó con Fernando Arbex. Finalmente, consigue abrirse un hueco en el mercado: contratado para actuar en un club, decide olvidarse de su repertorio propio y tocar "la historia del blues, como si fuera una ópera". Cleophus tiene corazón de kamikaze: ante un público fashion, eso equivale a un suicidio.

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