Literatura de verdad

Solo en un mundo que identifica narrativa y ficción se comprende que Christopher Hitchens no ocupe el lugar que le corresponde al lado de Ian McEwan, Salman Rushdie y Martin Amis, amigos suyos y protagonistas de muchas de las páginas de Hitch-22 (Debate), un volumen de memorias que bastaría para garantizarle a su autor un puesto en la historia de la literatura. Solo el relato del suicidio de su madre -fugada con un amante- tiene más fuerza literaria que la mayoría de las novelas. Pero lo más cerca que estuvo Hitchens de algo ficticio fue el día en que, para su orgullo, Amis lo convirtió en personaje de La viuda embarazada, su último libro.
Por usar un símil de Rafael Sánchez Ferlosio, hay escritores que saben tejer (escribir) y otros que saben hacer jerséis (escribir novelas). Hitchens optó por lo primero. Hasta el minuto final. Hace unos meses apareció su última recopilación de ensayos, Arguably, y el año que viene se publicará Mortality, que reúne los textos de Vanity Fair en los que relata los avatares de su cáncer de esófago. Alguna vez contó que escribía cada día mil palabras publicables (algo más de tres folios de los de antes). Y era cierto, hubiera bebido lo que hubiera bebido. Recién salido de Oxford y tan amigo de la verdad como de sus amigos, prefirió la realidad a la imaginación y eligió el periodismo como género, por más que dijera que lo adoptó para no tener que depender de los periódicos para informarse.
Cuando murió Kapuscinski se dijo que el Nobel había perdido la oportunidad de premiar a un autor de no ficción, algo que no sucede desde Churchill (1953). De Hitchens se ha dicho que era una mezcla entre Voltaire y Orwell y le ha faltado una novela para ser del todo como el autor de 1984, al que dedicó una brillante biografía intelectual: La victoria de Orwell (Emecé). Rabiosamente laico y volteriano en Dios no es bueno (Debate), el libro que en 2007 lo sacó de su rincón de polemista favorito de Susan Sontag y Gore Vidal, corresponsal en todas las guerras y cronista de las miserias de Kissinger, Clinton o la Madre Teresa, "más amiga de la pobreza que de los pobres", en cuyo proceso de beatificación Hitchens ejerció, a solicitud del Vaticano, como abogado del diablo. Como suena.
"La gente como masa tiene muy a menudo una inteligencia inferior a la de sus partes integrantes", escribió en Cartas a un joven disidente (Anagrama), tal vez la mejor puerta de entrada a un mundo en las antípodas de lo que su autor llama la "Disneylandia de la mente": el consenso acrítico del "rebaño de mentes independientes". Zola, Oscar Wilde y Václav Havel son algunos de los modelos de escritor comprometido reivindicados por alguien que defiende que para ser disidente -un mérito, no un título- no bastaba con disentir, hay que arriesgarse. Christopher Hitchens corrió todos los riesgos y su escritura es lo que queda de ello. Erudición, observación y precisión son los rasgos de un estilo atravesado por la ironía, compasivo y demoledor a un tiempo, según los bandos. No hace falta estar de acuerdo con sus razones para estarlo con su manera de razonar. Como a todos los grandes escritores, le cuadran perfectamente las palabras de Thomas Mann sobre György Lukács: mientras hablaba tenía razón.
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