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Final de curso

Antonio Muñoz Molina

Cada año, a medida que se acercan los últimos días de junio, mi amigo va percibiendo una sensación de alivio próximo que si no compensa su estado general de desánimo al menos lo mitiga con la esperanza de la tregua de las vacaciones. Mi amigo es profesor de bachillerato desde hace unos quince años: terminamos la carrera al mismo tiempo, pero él habia elegido una especialidad más difícil y mucho menos frecuentada que la mía, así que no tuvo dificultad en encontrar enseguida un puesto de trabajo, y eso no fue sólo para él un respiro laboral, sino también una satisfacción personal muy profunda. Le apasionaba la materia que había estudiado, y como muchas personas de mi generación que hicimos el bachillerato gracias a las becas tenía un sentimiento de gratitud hacia el instituto y hacia los profesores que le habían orientado en el hallazgo de su vocación. Enseñar lo que a él tanto le gustaba, lo que no habría conocido nunca de no ser por el bachillerato, le parecía a la vez un modo honesto de ganar si la vida y también una especie de restitución.Mi amigo, además de saber mucho y de amar lo que sabía, estaba en posesión de algunos rasgos de carácter que son o eran muy útiles para la enseñanza: una disposición natural de paciencia, y uno de esos raros temperamentos qué son a la vez apacibles y activos. Desde la infancia habíamos tenido vidas casi idénticas. Ahora, en la edad adulta, su vida de profesor de instituto era la clase de vida que a mí me hubiera correspondido, la que yo también deseaba mientras íbamos a la Universidad.

Mi amigo y yo nos encontramos cada cierto tiempo, generalmente por casualidad, y como nos conocemos desde que somos niños vamos dándonos cuenta a medida que pasan los años de que nuestras conversaciones son como un hilo a largos trechos invisible que va enhebrando nuestras vidas. A los siete años hablábamos de películas y de vampiros, a los 12 de Julio Verne, a los 15 de chicas, a los 18 del Quijote, que los dos releíamos al mismo tiempo, igual que nos pasó a los 20, cuando leímos a la vez Los papeles póstumos del Club Pickwick, que aún siguen haciéndonos reír con las mismas ganas.

Mi amigo no es nada propenso a la queja, y menos al desánimo, pero en los últimos años, cada vez que nos vemos, lo encuentro más fatigado de su oficio, con más ganas de que llegue el fin de curso, con menos ilusión respecto a los alumnos y un recelo y una hostilidad crecientes hacia las autoridades educativas, por llamarlas de algún modo. La asignatura que imparte mi amigo no está condenada a la extinción, como la Filosofía, pero casi va a desaparecer en los próximos tiempos, porque lo que mi amigo enseña es uno de esos saberes que provocan el desdén de los psicopedagogos, y son los psicopedagogos los que ahora ejercen una dictadura blanda, sofocante y analfabeta en la enseñanza, según denunciaba ayer en un artículo claro y valiente de este periódico el profesor Rafael García Alonso. A mi amigo la pasión de enseñar se le está volviendo tan inútil como la de aprender, porque me cuenta que a los alumnos cada vez les importan menos cosas, y que el principal objetivo de las directrices educativas es dejarlos abandonados a su suerte, de modo que además de no aprender ni Geografía ni Historia ni Filosofía ni nada no aprendan tampoco a no eructar en clase.

Mi amigo me cuenta que la última moda en el bachillerato son los cursillos, y sobre todo los cursillos orientados hacia los valores culturales de la región o nacionalidad donde el profesor ejerza su oficio, que en el caso de mi amigo es Andalucía. Un doctorado en la Universidad de Heildelbeig, pongo por caso, puede que reciba menos puntuación en el curriculo de un profesor andaluz que un cursillo de bailes regionales. (En el aspecto educativo los andaluces somos particularmente afortunados: la Consejería de Educación de la Junta rechazó hace poco un libro de Física porque no estaba adaptado a las condiciones de la tierra. Si hay una cultura andaluza, ¿por qué no va a haber también Física y Química andaluzas?).

Los cursillos puntúan: los puntos sirven para ganar un poco más, para facilitar el traslado a una plaza mejor. Los cursillos son una forma torcida y en apariencia amable de control ideológico: cursillos de cultura andaluza, de educación no sexista, de desinhibición corporal, de formación del espíritu nacionalista, supongo. También, me cuenta mi amigo, cursillos de baile de salón, o de degustación de vinos. A nadie le obligan a hacerlos, pero si uno no hace cursillos va quedándose atrás en el escalafón, por mucho latín o mucho francés o mucha historia que sepa, por mucho entusiasmo que ponga en enseñar, si es que le queda alguno.

Mi amigo me confiesa que lo está perdiendo que le da miedo y desánimo imaginar el modo en que se irá gastando a cada curso que pase, las dosis crecientes de simulación, indiferencia y cinismo que le harán falta para seguir ganandose la vida. Cerca de los 40 años no para de pensar en la inutilidad de su oficio y de todas las cosas que ha aprendido: a los alumnos no les hace falta estudiar, porque de cualquier modo serán aprobados, ni tampoco les hace falta comportarse con respeto, o con buena educación, porque nadie va a reprenderlos si maltratan las instalaciones escolares o se insolentan con un profesor, en cuanto a él, tampoco le hace ninguna falta seguir aprendiendo aquello que le gusta, porque el saber no puntúa en ningún cursillo, ni va a garantizarle un porvenir profesional más brillante. Así que mi amigo aguanta como puede, porque de algo hay que vivir, y cuenta los días que faltan para que acabe el curso, y se pregunta si el año que viene no tendrá que asistir a un cursillo de cestería, de corte y confección no sexistas, de plastilina. De plastilina andaluza, por supuesto.

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