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Tribuna
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En el vientre de la bestia

Diego A. Manrique

A finales de los sesenta, un ingenuo admirador español escribió a la oficina de los Doors en California pidiendo la confirmación del rumor que hablaba de la ampliación del grupo con la entrada del semilegendario guitarrista Lonnie Mack. Para su sorpresa, recibió una amable carta explicando que no cambiaba la formación, junto con An american prayer, un poemario de Jim Morrison en edición privada... firmado por el autor.Muchos años después, entrevisté al matrimonio Lisciandro, albaceas literarios del difunto; Frank Lisciandro fue amigo íntimo de Morrison mientras que su esposa, Kathy, ejerció como paciente secretaria particular del cantante. Al final, no pude evitar preguntar si la firma en aquel librito podía ser auténtica. Casi se enfadaron: Morrison dedicaba muchas horas a responder cartas de desconocidos, una tarea a la que ponía igual dedicación que a la elaboración de sus poemas, que " revisaba y reescribía constantemente".

La imagen de Jim Morrison moldeando sus poemas a lo largo de varios años rompe esa reputación de artista mercurial, de criatura dionisiaca que se alimentaba de los relámpagos de la inspiración. Y también corrige la leyenda negra del músico, que algunos han convertido en caricaturesco personaje de Bukowski.

No, había en Morrison una voluntad creativa que le hacía consagrarse con intensidad a lo que tuviera en su mano: cine, versos, canciones. Un sentido de la disciplina que pocas veces ignoró y que se combinaba con la siempre presente idea de la posteridad para controlar su producción con verdadera obsesión.

Espera ilógica

Esas características explican que muchos de sus conocidos sospechen de las extrañas circunstancias en que se produjo la muerte y esperen, contra toda lógica, que un día reaparezca, sabio y burlón, rechoncho y barbudo.Me permito dudarlo: en los 25 años que han transcurrido, Morrison ha sido reivindicado una y otra vez, hasta el, punto de que el volumen de sus ventas ha superado a todo lo que los Doors despacharon en sus escasos cinco años de vida pública (seamos piadosos y olvidemos los discos que sus compañeros Krieger, Manzarek y Densmore grabaron sin Morrison).

Es sencillo: aparte de la mitificación correspondiente a toda Figura del rock que fallece prematuramente, la obra de Morrison ha pervivido por sus rotundos hallazgos. En el lenguaje, el dominio de recursos de la poesía del siglo XX junto con las carnosas metáforas del blues, que le permitía explorar rincones sombríos de la psique estadounidense, igual que supo entender la inhumanidad básica de una ciudad tan ficticia como Los Ángeles.

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