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Magisterio Bob Dylan

Dicen que un maestro se distingue del resto por cómo transmite sus enseñanzas, sin imponer nada y con la habilidad de influir sobre los demás, y Bob Dylan ejerció ayer como un sabio durante la última jornada de Rock In Rio, un festival que nada tiene que ver con él y con su música.

Eran poco más de las 21.00 horas y el sol estaba ya en retirada cuando Dylan llegó caminando tranquilo al escenario. Su propia cara, con las cejas en alto y el gesto torcido, ilustraba lo que era evidente: su propuesta musical queda lejísimos de lo que representa el complejo gigantesco de Arganda del Rey. Lo del músico, formado por la tradición y el buen criterio; lo del festival, marcado por el marketing y las tendencias.

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Bob Dylan, el gigante

Pero si hay algo que conserva Dylan, aparte del cancionero más trascendental de la historia del rock, es la inteligencia, que le permite conocer sus limitaciones y rodearse de unos profesionales a los instrumentos que rayan la perfección, con mención especial a la guitarra de Denny Freeman. No hicieron falta extravagancias, ni juego de luces, ni buen rollo con el público, ni aspavientos, ni estribillos pegadizos, tan sólo rock clásico, interpretado con verdadera maestría, para salir triunfante en una noche que parecía propicia para terminarla por la puerta de atrás de ese macro Escenario Mundo.

Buena parte del público empezó más preocupado con cualquier cosa que con Dylan, el artista que fue un punto de inflexión en la historia del rock. Los había que jugaban con balones de plástico que pasaban de una mano a otra, o se hacían colecciones de fotografías ajenos al concierto, o esperaban alguna pirueta que fuera con el espíritu de Rock In Rio, por donde podían verse en mitad de la actuación hombres y mujeres volando con tirolina sobre las cabezas del respetable. Pero Dylan y su banda, todos vestidos de negro, se mostraban indiferentes, apenas se movían de sus posiciones, y menos variaban un milímetro su repertorio.

Grandes composiciones

No era otra cosa que un cancionero formado por grandes composiciones rock, que ya no tienen el recorrido de autopista de antes sino que cruzan carreteras secundarias del blues y el country según el momento. Un rock añejo, distinto, que está sacado de un vinilo con polvo en estos días de MP3, siempre canalizado por la presencia de Dylan, que hace tiempo que dejó de tener un hechizo en su voz, como cuando era el bardo del folk norteamericano, pero que ahora transmite más que menos la complicidad de un viajero solitario.

Así lo demostró al abrir el concierto con Rainy Day Women o cuando se arrancó con Rolli' and Tumblin'. Sin embargo, su armónica sigue intratable, aunque entrase a destiempo y mal en el último compás de Just Like A Woman, un tema que despertó a más de uno entre el público. La banda, mientras tanto, sonaba contundente y sencilla, con una capacidad aplastante para enlazar con las necesidades interpretativas de Dylan. Highway 61 Revisited fue buen ejemplo de este acople. Con todo, tardaron en coger el punto exacto a la actuación.

Fue de noche cuando la música de Dylan perdió su carácter anecdótico para tornar en obligada atención para buena parte de los asistentes. Con mucho más empaque, todos los hombres de negro empezaron a sonar magníficos a partir de la segunda parte del concierto, entre ellas la poderosa Ballad of Thin Man. Casi en penumbra, con siete torres de focos sin utilizar, Dylan y el resto de la banda sacaron lo mejor de sí mismos sobre un escenario que parecía encendido con velas. Estaba previsto, según la programación oficial, que se fueran a las diez pero se quedaron media hora más. Aquello merecía lo que fuera cuando el R&B y el rock habían pasado de ser muy buenos a rejuvenecer de arriba abajo el espíritu.

Cerraron en los bises con Thunder On The Mountain y la imperecedera Like A Rolling Stone, que terminó por encandilar al público. La que fue considerada la mejor canción de la historia para la revista Rolling Stone ilustra la fotografía del genio. Detrás de su órgano, Dylan sonriendo, con la mueca en el rostro y la mirada huidiza. Daba la impresión que no quería saber nada, pero al final había conseguido lo que seguro se proponía: que triunfara la música.

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