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Reportaje:

Mano a mano con Shakespeare

Una avalancha de nuevas obras confirma el gran momento de los traductores españoles

Javier Rodríguez Marcos

Vida de Samuel Johnson, para muchos la biografía más famosa de todos los tiempos, tardó 223 años en tener traducción completa al castellano. Y cuando la tuvo, la tuvo por duplicado. El año pasado, José Miguel y Cándido Santamaría (para Espasa) y Miguel Martínez-Lage (para Acantilado) publicaron sus respectivas versiones de la monumental obra de James Boswell. Las casi 2.000 páginas de su edición ocuparon a Martínez-Lage durante seis años. El martes pasado su esfuerzo obtuvo la recompensa del Premio Nacional a la mejor traducción de 2007. Entre tanto, María Teresa Gallego Urrutia recibía el mismo premio por el conjunto de su obra de traductora.

La traducción en España vive, en cantidad y calidad, un momento de esplendor que contrasta con otros países, sobre todo con los anglosajones. La ausencia de traducciones fue, de hecho, uno de los argumentos usados por Horace Engdahl, secretario de la Academia Sueca, para, en vísperas de la concesión del último Nobel y sin demasiada fortuna, criticar el aislamiento literario de Estados Unidos.

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La traducción sin fin

En el mercado español, las versiones de lenguas extranjeras suponen cerca del 40 % del total de títulos editados. De muchos clásicos, además, se publican varias traducciones simultáneamente. A final de año, por ejemplo, habrán llegado a las librerías españolas cuatro nuevas ediciones de los sonetos de Shakesperare. La que ha publicado Antonio Rivero Taravillo (en Alianza) y las que en las próximas semanas publicarán Christian Law Palacín (en Bartleby), Pedro Pérez Prieto (en Nívola) y Andrés Ehrenhaus (en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

Miguel Martínez-Lage, que actualmente trabaja en otro Boswell - Diario de un viaje a las Hébridas- para la editorial Alfama, suscribe la opinión clásica entre sus colegas de que cada generación debe hacer su propia traducción de los clásicos. "Si no cada generación, sí cada 50 años", sostiene, "porque el original no envejece, pero la traducción sí". El gran reto es conseguir la mayor vigencia posible para cada versión. Él lo ha intentado acercándose lo más posible al español del XVIII, el siglo de Boswell. "En mi traducción, por ejemplo, no aparece la palabra mente, que entró en el castellano un siglo después".

María Teresa Gallego Urrutia, traductora de Émile Zola, George Sand y Stendhal, cuenta que cuando traduce a escritores anteriores a 1900, siempre lo hace con el diccionario etimológico de Coromines delante. Eso sí, descree de la teoría generacional de las traducciones: "No hay traducción perfecta ni definitiva, es cierto, pero sólo envejecen las malas. Además, en España a veces se habla de nuevas traducciones cuando, en rigor, se está hablando, de las primeras". Es decir, de las hechas directamente del original, sin pasar por una lengua puente. Es lo que pasó con la versión de La montaña mágica (Edhasa) a cargo de Isabel García Adánez (la clásica estaba mutilada y vertida del francés). Fue también el caso de Vida y destino. La novela de Vasili Grossman había conocido ya una traducción, del francés, en 1985. La de Marta Rebón para Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores se convirtió en uno de los fenómenos culturales del año pasado en España. Entre los valores que la pusieron en la conversación de los lectores estaba el hecho de que se trata de una versión directa del ruso. "Una traducción directa", comenta Rebón, "refleja con más fidelidad y atino la esencia del texto original, ya que en un proceso de traducción doble el riesgo de error inevitablemente aumenta".

La traductora, -que acaba de publicar la última novela de Grossman, Todo fluye (Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores)- explica que, en España, se había publicado a muchos clásicos rusos a través del francés y del inglés porque España tardó en contar con especialistas en lenguas eslavas, "a diferencia de países donde habían llegado grandes olas migratorias de rusos [en los años 20 se hablaba del 'París ruso'], pero también hubo grandes traductores, como Augusto Vidal, que hicieron versiones excelentes de Dostoyevski o Chéjov".

Publicar una traducción indirecta resulta ya poco menos que incomprensible. Con todo, en el caso de las lenguas orientales los editores no siempre tienen la paciencia que piden los traductores. Así, La montaña del alma, de Gao Xingjian, se vertió del francés, y no del chino, por las urgencias del Nobel de 2000. Algunos editores, de hecho, siguen siendo el objeto de las grandes críticas de los traductores.

María Teresa Gallego Urrutia sobrelleva estos días el eco del Premio Nacional con sus planes para traducir a André Gide, a Patrick Modiano y Le Sec et l'Humide, el nuevo libro de Jonathan Littell -suya es también la versión castellana de Las benévolas (RBA)-. Todo ello sin desatender su labor como vicepresidenta de Acett, la Sección Autónoma de Traductores de la Asociación Colegial de Escritores. Gallego Urrutia, que ha recogido el testigo de pioneros como Esther Benítez y Javier Marías, reconoce que su gremio se ha ganado el respeto de los lectores y los legisladores (la Ley de Propiedad Intelectual de 1987 fue su gran conquista). El flanco editorial es capítulo aparte. "No se trata ya", dice Gallego, "de que un traductor cobre sólo de media entre 35 y 45 euros por cada 1.000 palabras, es que muchos editores tratan de eludir firmar un contrato. El problema es que los que explotan a sus trabajadores, en el fondo, desprecian también a sus lectores".

CUANDO LA VERSIÓN ES ALGO MÁS QUE ORIGINAL

El reto para un traductor va, en ocasiones, más allá de la literatura y se adentra en el arte. Por ambos caminos transitan los caligramas de Guillaume Apollinaire (en la imagen) y por ellos ha tenido que seguir al poeta francés Marta Pino Moreno. Para su versión de Cartas a Lou, que acaba de aparecer en Acantilado, Pino se ha servido de programas de diseño gráfico para verter al castellano unos poemas que buscan la simultaneidad del dibujo: Una traducción lineal los vuelve absurdos.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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