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Reportaje:

Melodías para fundir los sentidos

Antony triunfa en Barcelona con un concierto de lirismo desbocado

Pasaban casi veinticinco minutos de las 21.00, y una extraña performance realizada por una bailarina ataviada como para asistir al carnaval de Venecia, dio la señal de inicio del espectáculo. El escenario estaba a oscuras, y así permaneció mientras los músicos se acomodaban. Intuir en escena la presencia de Antony, sentándose bajo su negra melena tras el piano, levantó algunos murmullos. Se iniciaba la noche, una noche del festival del Mil·leni en la que el Palau de la Música de Barcelona, repleto y con las entradas agotadas hace meses, se iba a rendir ante la abrumadora muestra de sensibilidad de un artista que parece ir a la deriva en un mar agitado por borrascas emocionales, abandonos y fragilidad.

En la primera canción ya se preguntó, como si lo ignorase, dónde estriba su poder. Sonó Where is my power y la banda se mantuvo en penumbra mientras la estrella cantaba en la oscuridad total. El crescendo de la pieza condujo a Her eyes are underneath the ground y la luz ya iluminó a Antony desde su espalda. Ladeaba su cabeza mientras se acercaba a Epilepsy is dancing, una pieza de celofán que ya permitió que la luz bañara su cara. Este aumento paulatino y pausado de la iluminación fue una metáfora del propio concierto, una caricia que sometió de forma pausada a una audiencia que mantenía un silencio casi de espacio exterior, tan ingrávido como las propias canciones. Tras una One dove punteada por el saxo, este silencio románico, casi tangible, se rompió de forma aparatosa cuando una estruendosa salva de aplausos saludó For today I'm a boy. La apoteosis emocional estaba desatada y el concierto ya resultaba imparable.

Y es que los recursos de Antony brillaron en el Palau ofreciendo toda su gama de destellos. El lirismo casi enfermizo propio del lamento de Antony, una voz que jugaba a rozar la rotura o a congelar el silencio en piezas como la turbadora I fell in love with a dead boy y una lentitud propia de una ceremonia de tiempos sin prisas se pusieron al servicio de una música herida que hizo lágrimas y suspiros fundamentalmente con las canciones de su último disco, dominador absoluto del repertorio. El ritmo tímido pero persistente de piezas como Kiss my name o Fistfull of love, acogida con otra salva de complacencia, matizaron el suave transcurrir de un concierto de elevada tensión emocional.

Ayudó la más que adecuada instrumentación, un grupo, Antony and the Johnsons, que manejaba guitarras, viento, bajo, batería, y unos violines que acariciaban la piel de las canciones justo para erizar su vello. No sólo eso, sino que Antony supo adaptar su espectáculo al recinto, un fascinante teatro modernista. Antony dio protagonismo a este decorado, algo que pasan por alto otros muchos artistas de estética marcada por el piloto automático de la gira.

Fue una muestra más de una sensibilidad que se queda en la frontera del exceso, del melodrama de trazo grueso y de la lágrima fácil que podría querer extraer de su público esta especia de plañidera de lirismo superlativo que pasó por Barcelona derritiendo sensibilidades.

Lo hará en nuevos conciertos en mayo (San Sebastián, Murcia y Madrid). Hasta entonces quedará flotando una de las estrofas de su última canción en Barcelona: "Espero que haya alguien / que libere mi corazón / y que me abrace cuando esté cansado".

El Palau de la Música de Barcelona ha vibrado con la música de Antony and The Johnsons. La banda ha trasnochado en la Ciudad Condal, con su último trabajo en la maleta: "The Crying light". El líder y alma del grupo, sentado al piano, ha hecho alarde de su voz: inquietante, extraordinaria y única. Antony and the Johnsons, que tienen sus raíces en el cabaret, suenan a jazz y blues.Vídeo: AGENCIA ATLAS
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