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Miguel Artola señala que el miedo a Godoy convirtió a Fernando VII en un cobarde

El historiador analiza en un libro la historia de España durante el reinado de El Deseado

Miguel Ángel Villena

El miedo a Godoy del niño y adolescente que más tarde sería coronado como Fernando VII (1784-1833) marcó la personalidad cobarde y despiadada de uno de los reyes más odiados de la historia de España. Anhelado por un pueblo que luchó contra los franceses por su independencia y por el regreso de su rey, Fernando VII perdió el cariño de sus súbditos y tuvo como gran objetivo político aplastar las revoluciones liberales. Estos análisis recorren el libro La España de Fernando VII (Espasa), que ha publicado Miguel Artola, uno de los especialistas en la historia contemporánea de este país.

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El historiador donostiarra (San Sebastián, 1923) sólo tiene una explicación posible para el carácter detestable del monarca que domina todo el primer tercio del siglo XIX español. "Fernando VII", relata el profesor Artola, "vivió su adolescencia en las peores condiciones posibles. Sabe que es el heredero, pero la figura relevante en la corte es Francisco Godoy, que recibe el mismo trato que el Príncipe de Asturias. En varios momentos, Fernando VII llega a temer por su trono en un ambiente de relaciones familiares desastrosas, donde sus padres, Carlos IV y María Luisa, se convierten en sus enemigos. Por otra parte, Fernando VII accede al trono por una vía irregular a partir del motín de Aranjuez, es decir, de una maniobra que pretende obligar a Carlos IV a desprenderse de Godoy más que aspirar a un cambio en la Corona".Publicada originalmente en 1968, en una edición lujosa y minoritaria, Miguel Artola se muestra muy satisfecho de esta obra, destinada ahora a cualquier lector interesado en la España del XIX. "Sin duda ha crecido el número de lectores de ensayos históricos", observa este catedrático apasionado y extravertido, que ha recibido premios como el Príncipe de Asturias o el Nacional de Historia, y que defiende su especialidad no tanto ya como posibilidad de trabajo en la docencia, sino "como un lenguaje, un método, una forma de interpretar el mundo". "La historia", observa, "debe servir para saber de dónde venimos y cómo hemos llegado a las situaciones de hoy".

Revoluciones liberales

Y a propósito de los antecedentes, Artola no vacila cuando declara: "El objetivo primordial de la política de Fernando VII pasó por sofocar las revoluciones liberales de la época, como, por otra parte, hicieron todos los monarcas europeos de aquel tiempo. Cuando el rey vuelve del exilio en 1814, al final de la guerra de la independencia, se encuentra con la sorpresa de que los españoles han hecho una revolución en toda regla que adquirió su expresión política y jurídica en la Constitución de Cádiz de 1812".Con el rey en el vértice, absolutistas y liberales protagonizaron un pulso que duró varias décadas y que Fernando VII solía resolver con su reconocida hipocresía, dicho en términos humanos, o con su manifiesto oportunismo, expresado en conceptos políticos. El símbolo de esta actitud se resume en la célebre frase de "marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional", pronunciada en 1820 e incumplida a sangre y fuego en 1823 con el fin del trienio liberal.

"Ahora bien", aclara Artola, "las revoluciones siempre se tragan a los sectores y personajes moderados. Ahí están las figuras de Martínez de la Rosa o de Jovellanos, que no lograron imponer sus criterios de equilibrio para poner en pie una monarquía parlamentaria". Convencido está el profesor Artola de que Fernando VII no leyó nunca la Constitución de Cádiz, y relata una anécdota muy ilustrativa de la ineptitud política del rey conocido como El Deseado. "Martínez de la Rosa propuso al monarca crear una segunda cámara, de tipo más senatorial y que contrapesara el poder parlamentario de los liberales más radicales. Fernando VII le contestó algo así como "¿si no puedo dominar una sola Cámara cómo me propone crear otra?", cuenta el historiador.

En su obra, de 800 páginas, escrita con un estilo ameno y sin notas a pie de página, Miguel Artola subraya que los fermentos revolucionarios liberales ya estaban planteados mucho antes de las Cortes de Cádiz. "Pero en la historia", observa, "las oportunidades hay que pillarlas al vuelo, y eso hicieron los diputados reunidos en la capital gaditana, en plena guerra contra el francés. Pero dirigentes de la talla de Jovellanos o de Argüelles sabían perfectamente el sistema político que deseaban implantar en España. El problema fue que esa opción tardó 20 años en prosperar". Entre los perjudicados por las consecuencias de la revolución de Cádiz aparecen nobles y altos eclesiásticos en los lugares destacados. "La nobleza se encuentra", manifiesta Artola, "con una crisis fulminante que, a través de la igualdad y libertad proclamadas en la Constitución, le despoja de todo su poder. Una clase social como la hidalguía desaparece. El ataque a la Iglesia y a los eclesiásticos se revela todavía mucho más frontal y virulento. Sin embargo, los constituyentes de Cádiz no impulsan una revolución anticristiana, sino contra una forma de Iglesia basada en la desigualdad y en la acumulación de un inmenso patrimonio económico. No conviene olvidar que los diezmos que debían pagarse a la Iglesia representaban la única contribución directa de los ciudadanos".

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