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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Misterios de la 'bossa nova'

Diego A. Manrique

La bossa nova, tan esbelta y seductora, nos suena eterna. Al igual que la bahía de Guanabara, lo primero que vieron los descubridores de Río de Janeiro, parece haber estado allí desde siempre, a la espera de nuestros sentidos voraces. Pero no. Algunos incluso saben su fecha de nacimiento. En realidad, sería la fecha de inscripción en el registro: el 10 de julio de 1958, cuando João Gilberto grabó Chega de saudade, composición de Vinicius de Morães y Antonio Carlos Jobim, quien además ejerció de director musical.

Típicamente, esa grabación -y los otros 37 temas que hicieron para EMI- está fuera del mercado, debido a la testarudez de João, que lleva medio siglo ejerciendo de tocahuevos. Gilberto y Jobim son los principales protagonistas de Bossa Nova: La historia y las historias, libro de Ruy de Castro que ha publicado Turner en la cuidadosa traducción de José Antonio Montano.

La 'bossa' reaccionaba contra el bolero, tan popular entre los pobres

Los textos de Castro, incluyendo biografías sobre Carmen Miranda o Garrincha, sirven para explicar los misterios de Brasil a los extranjeros. Pero están destinados primariamente a los brasileños, escritos para gente que comparte referencias y vivencias, que asume las fobias del autor.

El lector de fuera se asombra ante algunos sobrentendidos. Resulta que en la bossa nova latía una reacción contra el imperio del bolero y su engolado romanticismo, tan popular entre los pobres del país. Se intuye que aquella bohemia carioca tenía un punto clasista y, me temo, un inconsciente racismo. Sólo en 1962 se les ocurrió conectar con los sambistas de las favelas, un encuentro alentado por los izquierdistas Carlinhos Lyra y Nara Leão. Ruy de Castro, que rechaza la música politizada, no profundiza en esos enojosos asuntos.

La bossa nova fue música de blancos, creada y escuchada por chavales de clase media o media-alta sin mucha empatía aparente por el resto de los brasileños. La bossa podía haber crecido en clubes de medio pelo, incluyendo antros de prostitución, pero fue aclamada por la hight society de Río, que se apuntó al "siente a un cantante de bossa en su mesa", algo inconcebible con los sambistas, demasiado morenos.

La bossa parecía formar parte de un impulso brasileño para acercar su país al Primer Mundo; su labor específica era el diálogo con el sofisticado jazz estadounidense. Una misión cumplida a la perfección: desde 1961 había jazzmen gringos exprimiendo las sedosas melodías salidas de Río, un fenómeno que se haría masivo -y universal- con The girl from Ipanema.

De rebote, aquellos creadores terminaron abandonando su tierra para saciar la demanda de los sinuosos nuevos ritmos en EE UU. Dejaron el hueco a artistas más jóvenes, el germen de la MPB (Música Popular Brasileira), que inicialmente quería depurar las influencias foráneas: es decir, el jazz tan querido por la élite de la bossa. Para vergüenza eterna, hasta Gilberto Gil participó en una manifestación que, a falta de objetivo mejor, atacaba las guitarras eléctricas.

Aun sin voluntad de iconoclasta, Ruy de Castro desmonta muchos de los tópicos que sustentan nuestra idea de la bossa nova. Así, Vinicius queda retratado como un poeta necesitado de derechos de autor, que intenta convertirse en el parceiro fijo de Jobim; el compositor prefirió tener una variedad de letristas.

Y João Gilberto parece emperrado en llevar la contra a su generación. En 1970 grabó en México la música que todos detestaban: boleros. Un hombre tímido, que se echó atrás cuando pudo saludar a Nat King Cole: "No es negro, es azul". Un tipo cabezón, que lleva 20 años de pleitos con EMI, impidiendo que circule esa música mágica que grabó entre 1958 y 1961, alegando que manipularon su obra cuando fue remasterizada. Finalmente, un malqueda entrañable: le llama Jorge Amado para que vaya a cantar ante Sartre y Beauvoir, envarados embajadores de la intelligentsia europea; dice que sí... y hasta hoy.

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