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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Música de futbolistas

El ruido crea división mientras la música enlaza. El ruido puede enloquecer y la música, aunque de otra manera, nos enajena. ¿Nos enajena la música? Nos aparta de este lugar o de este instante amigo para reunirnos probablemente después.

No es seguro que sea así pero podría serlo. Simplemente porque el fuerte antagonismo entre el ruido y la música se comporta en nuestros días de una forma especial. Los conciertos multitudinarios, por ejemplo, no son el mejor recurso para escuchar bien la música pero sí para aturdirse con ella y entre el fragor de la muchedumbre. Esta música y ruido juntos, cruce de armonía y de estruendo, de concierto y de desconcierto, acaba atrayendo a miles de melómanos partícipes del ruidoso suceso.

Este ruido masivo ha formado un nuevo centro sonoro
Sin pinganillos el jugador sufriría por la conciencia de su yo famoso

Este ruido, masivo y musicalizado, ha ido formado un nuevo centro sonoro en donde la juventud disfruta una atronadora unidad multitudinaria, y más que festiva. Más que festiva, puede decirse, porque la idea de fiesta, aun siendo siempre trasgresora, tiene sus fechas regladas mientras esta otra celebración no requiere canon temporal alguno ni exige otra legitimación (empresarial) que un número suficiente de espectadores.

Se trata, además, de una música que no lo sería por completo sin la aglomeración y, en consecuencia, sin el estruendo que la enfatiza. Se trata, en suma, de un superproducto formado finalmente tanto por la partitura de los compositores como por la parte o partitura de la algarabía.

En cualquier de estos grandes conciertos o fiestas rave, la música actúa como un aglutinante o ceremonial colectivo. Pero también el consumo de la misma música por cada individuo a través de su auricular particular puede suscitar el efecto contrario, puesto que de esa audición se induce el silencio extremo. Esa clase de silencio implícito que parece escuchar el jugador de fútbol que baja del autobús ante el hotel de concentración con la oreja anegada de sonidos inaudibles para su público.

Todavía se anuncia música para bailar, música para amar, música para recordar en la publicidad de las emisoras de radio. Falta añadir la especie de la música para "no estar". Y no como efecto de haberse encerrado en una habitación de la casa, sino por haber recibido, como una inoculación en la oreja, el fluido que consigue la anulación de lo real; el yo incluido y disuelto en la misma melodía.

No sentir al latoso yo de ser un famoso jugador de fútbol, por ejemplo, es la misión de su iPhone cuando bajan del autobús a la puerta del hotel "de concentración". ¿Gentes arrogantes los jugadores? ¿Ídolos que nos desdeñan tapándose los oídos con sus despreciables auriculares? Precisamente se trataría de todo lo contrario. Sin pinganillos el jugador sufriría, a causa de la conciencia de su yo famoso, la tabarra de su yo y padecería, por tanto, la división ruidosa entre el "motivo" (de su viaje) y el "tema" (de sus admiradores).

El yo famoso se obtura mediante el aparato donde ha compactado música a granel y favorita con la que elude, mediante su redundancia sobre el tímpano, cualquier circunstancia exterior. Música, en fin, que sella de este modo hermético la otra música sin marca ni sello que emite el insoportable bullicio del atolondrado seguidor.

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