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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Manuel Rodríguez Rivero

Cuando yo era joven, que alguien en edad de opinar manifestase el deseo de ganarse la vida escribiendo, no era algo que contribuyera precisamente a la mayor felicidad de sus padres. Quizás con las chicas cabía la excepción: al fin y al cabo, para muchas familias burguesas de posguerra las mujeres no tenían la obligación de ganarse la vida, sino la de casarse con alguien que sí lo hiciera (y lo mejor posible), de manera que dedicarse a escribir podría suponerles un distinguido adorno sin desdoro ni mayores consecuencias.

El destino del escritor todavía se asociaba al del "artista pobre", según la convencional imagen tardorromántica que se había incrustado en el imaginario colectivo tras el éxito europeo de Escenas de la vida bohemia (1851), de Henry Murger, y su (aún más influyente) avatar operístico La bohème, de Puccini (1896). De modo que, hasta hace pocas décadas, la gente de orden tendía a suponer que las únicas posibilidades de vivir decentemente como escritor eran ser rentista o, como apuntaba Orwell (que algo sabía de estrecheces), casarse con la hija de su editor.

La excesiva cautela de muchos editores ante lo diferente contribuye a un paisaje narrativo cada vez más previsible y aburrido

Todo eso cambió en los años ochenta del pasado siglo. Las espectaculares transformaciones transnacionales del negocio editorial, su concentración y posterior reestructuración en el seno de grandes grupos de comunicación, el crecimiento internacional del lectorado, y la popularización y consolidación en Europa de la figura del agente literario propiciaron profundos cambios tanto en la consideración social del escritor, como en la idea que los autores se hacían de sí mismos. De repente se habían descubierto formando parte del mercado.

Los que tuvimos la suerte -y padecimos la zozobra- de ejercer entonces de editores no ganábamos para sobresaltos. De la noche a la mañana, el escritor se había convertido en codiciado objeto de deseo no sólo de la competencia, sino también de los medios. Los agentes exigían para sus representados un pedazo más decente de la tarta de los beneficios, y los anticipos se dispararon como cohetes, provocando un tsunami de transfuguismos editoriales y la consiguiente y onerosa guerra entre grupos que pagaban a los (abducidos) autores cantidades que casi nunca estaban en consonancia con las ventas de sus libros.

La crisis actual ha dado al traste con los restos de aquella cultura empresarial de vacas gordas y huida hacia adelante. Los escritores más vendedores (en español no más de cuatro o cinco) siguen recibiendo anticipos de siete dígitos (ahora en euros); los siguientes en el ranking de ventas (una veintena), de seis, y el resto de los "consagrados", de cinco. Pero el colectivo de los autores es bastante más amplio que el de quienes tienen la suerte de ganarse decentemente la vida publicando. La crisis ha golpeado sin piedad a la mayoría. Primero, a los que venden su trabajo de encargo (traductores, redactores, correctores, etcétera) y ahora se hallan en dique seco. Pero también a jóvenes (o no tanto) que encuentran mayores dificultades para publicar. Agobiados por la dictadura de la cuenta de resultados, muchos editores han desarrollado excesivas cautelas ante lo diferente, contribuyendo a un paisaje narrativo cada vez más previsible y aburrido, mientras ahorran (y se nota mucho) en traductores, redactores y correctores de estilo, cuyas tarifas se han congelado a niveles de hace 15 o 20 años.

Para la mayoría, la crisis ha resucitado aquella triste ecuación de Larra acerca de escritura y llanto (en España). Conviene recordarlo, porque en nuestra cultura de la celebridad se tiende a identificar exclusivamente a los escritores con "esos" autores que han logrado romper el techo económico habitual de la profesión. Todos los demás, cuyo trabajo sigue siendo fundamental tanto para la cultura como para el futuro de la edición, parecen invisibles, pero siguen ahí, en la sombra. A menos que hayan conseguido casarse con la hija de su editor.

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