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Partituras para un tiempo convulso

Alex Ross traza en 'El ruido eterno' el relato del agitado siglo XX a través de su música

Iker Seisdedos

Arnold Schoenberg, pionero de la música atonal exiliado en Los Ángeles, quería en 1934 componer "para las películas". Así que Irving Thalberg, mítico director de producción de la Metro, era su hombre. Reunidos en su despacho, Thalberg quizá solo pretendía ser cortés: "El domingo pasado, cuando oí la encantadora música que usted ha escrito...". Schoenberg le interrumpió con un bramido: "¡Yo no escribo música encantadora!". El crítico musical Alex Ross (1968), autor del imprescindible ensayo El ruido eterno, recordaba recientemente el episodio imitando el acento inglés de Viena del compositor. Y después dejaba escapar una risita al otro lado del teléfono en su casa en Nueva York. He aquí, parecía decir, la anécdota definitiva que resume inmejorablemente el tema del libro, asombroso híbrido de tratado musical y ensayo histórico, que la crítica ha colocado en la categoría de hito cultural: un inesperado best-seller (traducido en 16 países) sobre las convulsiones de la música clásica en el muy convulso siglo XX.

La crítica ha colocado la obra en la categoría de hito cultural
Las composiciones de vanguardia dejaron impronta en los Beatles
El ensayo se lee como un verdadero 'thriller' y ha sido un éxito de ventas
Ross: "Mi primer disco fue, a los 10 años, una sinfonía de Bruckner"

La historia deja bien clara la incomprensión que aquel tiempo deparó a Schoenberg y los suyos: "La composición clásica en el siglo XX", escribe Ross, "a muchos les suena a ruido. Mientras que las abstracciones de Jackson Pollock se venden en el mercado del arte por 100 millones o más, el equivalente en música sigue provocando oleadas de desasosiego y tiene un impacto apenas perceptible en el mundo exterior". ¿Y cómo explicarlo? "He tratado de buscar una respuesta en los 10 años que me ha tomado escribir el libro, pero no he encontrado ninguna", se excusaba el escritor.

Si no una respuesta, queda para Ross un cierto consuelo en el hecho de que el trabajo de héroes de las vanguardias como Stockhausen, Alban Berg o Steve Reich ha penetrado en la cultura de masas a través de las bandas sonoras, de los acordes machacones de The Velvet Underground y hasta de A day in the life, de los Beatles.

Aquella reunión con Thalberg también demuestra para Ross que la música no es, ni siquiera la experimental, un "lenguaje autosuficiente". El autor propone en el subtítulo del libro "escuchar el siglo XX a través de su música". Y para ello traza un relato en el que los acontecimientos históricos, las sacudidas económicas y las sincopadas transformaciones sociales componen una fascinante sinfonía que influye en el trabajo de los compositores. En sus vidas y en sus muertes. "Schoenberg acabó en el no tan paradisiaco Los Ángeles empujado por el terror nazi", explica Ross. "En el mismo vecindario y por parecidas razones que Stravinski, Thomas Mann, Kemplerer, Alma Mahler o Adorno. ¿Se imagina esa cola para comprar el pan?".

Ross, crítico de clásica del New Yorker, emplea en El ruido eterno (Seix Barral) herramientas similares a las de Stefan Zweig en Momentos estelares de la humanidad. Y a partir de miniaturas históricas, de anécdotas que a otros (y más elitistas) amantes de la música parecerían nimiedades, logra aprehender la extraordinaria riqueza y las complejidades del siglo XX. Así, en ese modo de ver las cosas, la "más grande convulsión" de la centuria musical se escondía tras aquella escena de finales de los cuarenta en la que Schoenberg corría por el pasillo de un supermercado gritando que no tenía la sífilis, por mucho que Thomas Mann lo insinuase en su Doctor Fausto.

En El ruido eterno (traducción algo incomprensible de la alusión hamletiana del original The rest is noise), el siglo comienza en realidad el 16 de octubre de 1906 con el estreno de Salomé, de Richard Strauss. "Es una decisión arriesgada, lo sé", se excusa. "Otros habrían escogido a Debussy para iniciar la modernidad. Pero me enamoré de esa anécdota por lo que tiene de premonitorio del siglo. Todos aquellos personajes que se citaron en Graz [de Puccini a Mahler; de Berg a la viuda de Johann Strauss] y el irresistible rumor de que asistió un Hitler adolescente. Para mí, eso habla de la agonizante relación de los grandes compositores y los totalitarismos, los que los apoyaron y los que no".

El empeño de Ross ha sido celebrado como una aventura de enorme ambición de la que el insultantemente joven crítico (de 40 años) consigue salir airoso. Cuando se publicó en 2007 en EE UU, los que compraron un libro sobre un tema algo árido acabaron devorándolo como un thriller hasta auparlo a las listas de éxitos. "Creo que la clave está en los personajes. Con tipos así, me salió una novela de no ficción".

Cierto es que el autor ya era para entonces todo un personaje en Nueva York. El niño prodigio que escribía de Mahler sí, pero también de Radiohead, en New Yorker y con solo 25 años ("el primer disco que me compré a los 10 fue una sinfonía de Bruckner; el pop no entró en mi vida hasta los 18").

Célebre por haber firmado en New Yorker un obituario de Kurt Cobain que debería estudiarse en clase de periodismo musical y por aplicar rudimentos de la escritura rock a Bach, Ross introduce a grandes del pop, "incluso hasta el rapero Timbaland", en un trabajo que, antes que nada, pretende ser didáctico. Para ello también se sirve de la revolución digital (que glosa a menudo en sus artículos como la única salvadora de la música clásica). Tras la publicación del libro, Ross incluyó en su blog (therestisnoise.com) archivos de audio para seguir el hilo del relato.

Una bitácora en la que el crítico se muestra muy activo. "Puede que me sienta culpable por no haber sido capaz de terminar el libro como Dios manda. No es fácil escribir sobre acontecimientos recientes", explica. ¿Quizá es que si todo empezó en 1906 aún vivimos musicalmente en el siglo XX? "Podría ser. Aunque me inclino a pensar que la cosa acabó con Music for 18 musicians, de Steve Reich. Claro que es una pieza de 1976, y eso, probablemente, es demasiado pronto para un fin de siglo por muy siglo XX que éste sea".

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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