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Pasión en el adiós a elbicho

El rock flamenco y sinfónico de la banda, que se despide en condicional, reúne a 5.000 apasionados en el arranque de la temporada de conciertos

Todo un personaje este Miguel Campello, un pájaro raro que merecería catalogación especial como especie protegida. En circunstancias normales, para qué engañarnos, le tendríamos por un perfecto estrafalario. Imagínese que en la parada del autobús se le aparece un individuo con camiseta blanca de tirantes, bufanda y falda de volantes sobre los pantalones. El primer diagnóstico resultaría inquietante, pero se iría agravando a cada rato, en cuanto el interfecto se desnudara de cintura para arriba o exhibiera su estruendoso sombrero indio de plumas, con el que entra en trance como un perfecto jefe sioux en plena invocación al dios de la lluvia.

Es un planteamiento entre lisérgico y disparatado, pero todo cobra extrañamente sentido cuando sucede sobre las tablas. Es en ese momento cuando Miguel erige a su banda, elbicho, en una de las formaciones más singulares y estimulantes de cuanto se estila por estas tierras mesetarias.

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Anoche, en el Palacio de los Deportes, no quedó claro si los chicos de elbicho se separan o si solo se paran. Pero como los paréntesis, efímeros o prolongados, siempre constituyen un cambio de estado relevante, quisieron celebrarlo de forma ostensible, incluso ostentosa. Casi tres horas se prolongaba el espectáculo con el que Campello, el guitarrista Víctor Iniesta (con la camiseta de Iniesta en La Roja, obvio) y sus otros seis lúcidos socios del rock con querencia andaluza entonaron el hasta luego; más tiempo que si escuchásemos su discografía completa (elbicho, elbicho II y VII) de un tirón. Dejándose el pellejo no solo como si en ello les fuera la vida, sino aplicando la cautela de quien no sabe a ciencia cierta si habrá una próxima vez. Y con amigos de relumbrón: Jorge Pardo al saxo sopranino, el estruendoso Kutxi (Marea) y la sin par La Shica, responsable de una lectura estupenda de La bien pagá.

En caso de duda, estos apóstoles del rock aflamencado y desgañitado aplicaron la fórmula del sudor y la apoteosis. Había que asegurarse de que el evento quedaría asentado en los pliegues de la memoria de músicos y asistentes con visos de durabilidad. El octeto optó por pisar el acelerador y comportarse como una apisonadora. Hereda la pasión andaluza de Triana, pero revoluciona la fórmula original con la grandilocuencia sinfónica de Pink Floyd y el guitarreo chirriante de Led Zeppelin. El resultado es devastador; y si hay colegueo en las gradas y buena hierba en el bolsillo, para qué queremos más.

Lo de elbicho solo se puede comprender como un ejercicio de pasión desaforada. No es que suden la camiseta; es que Campello se la arranca a jirones nada más finalizar la primera pieza, Contigo, por aquello de canalizar la secreción de adrenalina.

Era el de ayer un concierto raro por múltiples motivos. Extraño ya desde su condición de despedida en condicional: necesitamos cambiar de aires, colegas, pero nos llevamos dabuten y tal vez volvamos. Atípico por su aire genuinamente autogestionario: empieza 40 minutos tarde y el desmadre propicia que algunos terminen sin asiento o derrengados en las escaleras, pero todo con el mejor de los rollitos. Estrambótico por esas ofertas de entradas ("cuatro por el precio de tres", "12 por ocho", etcétera) que parecían inspiradas por los Carrefour. E inhabitual por estas fechas de tránsito: el verano tardío, el final de la sequía musical en el estío madrileño, la modorra posvacacional, la tibia nostalgia septembrina. Y un grupo minoritario, pero de adhesiones férreas, que reserva nada menos que el Palacio de los Deportes para agitar las manos en señal de adiós.

El coliseo de la avenida Felipe II admite distintas configuraciones y la de ayer, con la grada central extendida y el perímetro cubierto con lonas, ajusta el aforo a "solo" 5.000 espectadores. Pues bien, disipemos las dudas de todo escéptico: hubo llenazo. Sin paliativos. Y quedó la sensación de que otro buen puñado de adeptos habría franqueado las puertas del pabellón si hubiera algún huequecito libre.

Hay mucha chicha en todo lo que urden estos flamenquitos guitarreros y delirantes. Piezas como De imaginar o De vivir remitieron al desmadre progresivo de los años setenta: cambios de ritmo salvajes, desarrollos extensos, improvisaciones sin red de seguridad, un flautista más próximo a King Crimson que a Jethro Tull y un bajista que ha escuchado muchas horas de Jaco Pastorius (lo que le honra). Pero es en los momentos más aflamencados y rumberos cuando se desatan los acontecimientos en el graderío. Y las efusividades.

Campello pone a descansar la garganta en Parque Triana porque todo el aforo ya está cantando en su lugar. Pero nada como esa historia de pérdidas y ausencias que es Mamá Dolores para mover al delirio entre las niñas, que la vocean, se achuchan fuerte a sus morenazos y hasta les erizan el vello de las canillas. Confirmado: los pantalones bermudas tienen sus ventajas, y anoche se aprovecharon hasta las últimas consecuencias. Había que apurar las posibilidades: languidecen elbicho y el veranito, pero el hedonismo siempre mantiene su vigencia hasta que se desvanezca la última luz.

Actuación de la banda el viernes en el Palacio de los Deportes.
Actuación de la banda el viernes en el Palacio de los Deportes.EFE
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