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EL CREADOR DE ALATRISTE INGRESA EN LA RAE

Pérez-Reverte ensalza el habla rufianesca del Siglo de Oro al entrar en la Academia

El novelista recrea la riqueza de la germanía con la historia de un 'bravo' en un auditorio repleto

Jesús Ruiz Mantilla

Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) llevó ayer a la Real Academia Española (RAE) el habla viva, voraz, imparable de las germanías, las voces de las cárceles en las que estuvieron Miguel de Cervantes y Mateo Alemán, los tugurios de naipes y las mancebías. Fue su prueba de entrada en una institución en la que el autor de El capitán Alatriste ocupa desde ayer el sillón T, en el que se sentaba Manuel Alvar. Lo hizo ante un auditorio lleno, que celebró las ocurrencias y las aventuras y desventuras de un bravo buscapleitos, a quien Pérez-Reverte llevó de reyerta y jolgorio entre las risas y el regocijo de los asistentes.

Presidió el acto el príncipe Felipe, que entró a las siete en punto de la tarde. Le escoltaban la ministra de Educación, Cultura y Deporte, Pilar del Castillo, y el director de la RAE, Víctor García de la Concha. Hacía calor de tormenta y sonaban las varillas de los abanicos que revolvían un aire expectante cuando Felipe de Borbón instó a los más recientes académicos, Luis Ángel Rojo y Margarita Salas, a acompañar al nuevo miembro.

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Entró Pérez-Reverte por la sala, bien moreno, con la barba y el pelo recortados y andar tranquilo. Sonó un aplauso generoso de los asistentes, amigos, compañeros, admiradores, entre los que había escritores como José María Guelbenzu y Juan Eduardo Zúñiga; gentes del cine como Alfredo Landa, Sancho Gracia, Agustín Díaz-Yanes, Imanol Uribe o María Barranco; empresarios y editores, como Jesús de Polanco, presidente del Grupo PRISA, editor de EL PAÍS. Se dirigió Reverte al estrado, donde le esperaban sus nuevos colegas, con eminencias como Emilio Lledó, Fernando Fernán-Gómez, Francisco Rico, Luis Goytisolo, Carmen Iglesias, Luis Mateo Díez, entre otros. Enfrente tenía a Gregorio Salvador, que leyó su discurso de respuesta 45 minutos después, justo lo que el escritor tardó en realizar su viaje a las calles del Madrid del siglo XVII.

Pero antes hubo palabras de recuerdo para el sabio que ocupó el sillón T, Manuel Alvar, a quien Reverte dedicó estas palabras: "Es difícil contar todo lo que hizo. Sería más fácil hacer recuento de lo que no hizo, al mencionar la obra de este pionero en la globalización de la filología española".

Luego justificó su decisión de abrir hueco en la Academia al lenguaje de los gañanes, los delincuentes y los carcelarios, que vivían a partes iguales de alquilar su espada y del comercio de sus mujeres. Esta afición suya creció al adentrarse en las aventuras de Alatriste: "El habla de esta gente quedó recogida en una abundante literatura contemporánea, incluidas brillantes páginas realistas de los más grandes autores de aquel tiempo", dijo. Una manera de hablar inagotable, imparable, viva: "Han transcurrido cuatro siglos y esa jerga del hampa, riquísima, barroca, salpicada de rezos y blasfemias, no está muerta ni es una curiosidad filológica", aseguró. "Además de su influencia en el español que hablamos hoy, la germanía del siglo XVI y XVII es un deleite de ingenio y una fuente inagotable de posibilidades expresivas. A menudo recurro a ella en mis novelas sobre el Siglo de Oro español y les aseguro que, debidamente contextualizada, todavía funciona.

Pero lo ha querido hacer huyendo de las pretensiones filológicas o lexicográficas. "Ha sido una aproximación como lector. Como lector, insisto, que, accidentalmente escribe novelas. Como corsario ante un rico botín que saqueo sin escrúpulos, a fin de narrar con la mayor eficacia posible".

El autor, maestro en las lides de la tensión, creó así la expectación debida y comenzó su discurso: "El bravo, el valentón, se levanta tarde...".

Todo fue rodado después. El Príncipe reía ante las ocurrencias y el auditorio disfrutaba y soltaba también sus carcajadas ante las descripciones y los palabros, que dejaron atónita a la misma diosa elocuencia, presente en un grabado de una de las ventanas de la sala, y a Don Miguel de Cervantes, cuyo retrato, que preside el aula, parecía certificar su magisterio y los pasos por las cárceles que recordó Reverte, donde el autor de El Quijote chupó para gloria de la literatura todo ese tesoro de lengua paralela.

Reverte, que habló con temple y dominio de las tablas, sobre todo a la hora de los juramentos, tuvo que enjuagarse el gaznate con siete sorbos de agua, por el calor, y, aparte de homenajear a Cervantes también tuvo recuerdo para Quevedo, Góngora, Calderón y Lope, los andamios sobre los que el autor ha construido buena parte de su gracia y su obra, y que ayer, con toda seguridad, se sintieron más vivos que nunca.

Arturo Pérez-Reverte entra en el salón de la Academia con Margarita Salas y Luis Ángel Rojo. 

/ MIGUEL GENER
Arturo Pérez-Reverte entra en el salón de la Academia con Margarita Salas y Luis Ángel Rojo. / MIGUEL GENER
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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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