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67ª Mostra de Venecia
Columna
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Preciosa carta de Scorsese a Kazan

Carlos Boyero

El único momento en lo que llevamos de festival en el que he sentido que aparecía el gran cine ha sido paradójicamente en un documental que solo dura una hora. Así están las cosas. Se titula Una carta a Elia y viene firmado por Martin Scorsese y Kent Jones. Se supone que el egocentrismo de un genio como Scorsese le impondría que dedicara exclusivamente el tiempo a su propia obra, a encadenar películas que lleven su sello. Pero la memoria de Scorsese es tan agradecida y tan generosa que también se dedica a rendir memorables tributos y actos de amor mediante el formato del documental a las cosas que hicieron más feliz su vida. Homenajeó a músicos como Bob Dy-lan, los Rolling Stone y The Band. Su homenaje a los clásicos del cine norteamericano y del cine italiano también son memorables. Ahora vuelca su privilegiada mirada en un complejo individuo de Anatolia, escritor notable y extraordinario director de cine llamado Elia Kazan.

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Scorsese se pregunta obsesivamente qué rasgos de carácter se precisan para ser un auténtico director de cine. En la personalidad de Kazan encuentra algunas respuestas. Y no olvida que su ídolo fue un turbio delator en la caza de brujas, que ayudó a causar la ruina, el desempleo, el destierro o la cárcel de bastantes de sus amigos y colegas profesionales. Pero también está convencido de que a raíz de esa felonía y del desgarro interior que le causó, nació su mejor cine.

En Scorsese pudo más la admiración que el moralismo y se prestó a entregarle al simultáneamente aplaudido y abucheado Kazan el Oscar a su obra que le concedió la Academia de Hollywood. Lo hizo para darle las gracias por las impagables sensaciones que el cine de este le provocó desde que era un niño, la vocación que le despertó para contar sus propias historias a través de una cámara.

El autor de Uno de los nuestros narra con lenguaje hermoso, lúcido, documentado y lírico las emociones, la identificación, la respuesta artística a muchas preguntas existenciales, el refugio mental que le proporcionaron cuando era un crío dos películas tituladas La ley del silencio y Al este del Edén. Años más tarde, Scorsese investigó cómo Kazan logró despertarle tantas sensaciones, su capacidad para extraer lo mejor de los actores, las herramientas de su arte, el proceso para montar unas imágenes y unos diálogos que fueron capaces de removerle el alma al Scorsese adolescente. Se conmueve y nos conmueve eligiendo miradas, secuencias, momentos, climas, personajes y conversaciones inmarchitables de esas dos películas. Por ejemplo: el desolado lamento en el taxi del perdedor Brando ante la perpetua traición del hermano mayor que debía haberle protegido, o los desesperados intentos de James Dean por demostrarle su amor a su puritano padre. También aparecen variados y emblemáticos momentos del cine de Kazan en los que aparecen todas sus esencias. Pero la lucidez de Scorsese dedica especial atención a dos obras maestras llamadas Río salvaje y América, América. La segunda era la preferida del propio Kazan. No es extraño. En ese atormentado inmigrante que deja tantas cosas en el camino para lograr su sueño de llegar a la Tierra Prometida y triunfar en ella, Kazan estaba hablando de sus entrañas. Y pocas veces se ha contado con tanta sutileza, elegancia e intensidad una historia de amor como la que viven Montgomery Clift y Lee Remick en Río salvaje. Scorsese hace justicia en esta preciosa carta al enorme talento y la dolorosa sensibilidad de un director tan poderoso como genuino.

Afortunadamente, dos comedias exhibidas en la sección oficial han logrado que aparecieran algunas risas en una Mostra con vocación de funeral. La italiana La pasión, centrada en un fracasado director de cine a quien le ofrecen montar la pasión de Cristo en un pueblo, tiene personajes pintorescos y gags bastante graciosos. Es un universo que te recuerda el tono de las primeras películas de Berlanga. La francesa Potiche, dirigida por Françoise Ozon, autor de la lamentable comedia 8 Mujeres, comienza alarmantemente con el mismo estilo cursi y envarado que esta, pero se va arreglando poco a poco y termina siendo una cínica y aceptable farsa.

Esas sonrisas nos alivian ligeramente de un inenarrable engendro ruso titulado Silent Souls, que cuenta el sombrío y psicoanalizable viaje que hacen dos hombres con el cadáver de la mujer de uno de ellos, y de otra cretinez francesa titulada Happy few, que retrata con insufrible monotonía los intercambios sexuales entre dos matrimonios que juegan a la liberación. Imagino que el asunto acaba mal, pero mi aburrimiento se sintió incapaz de constatarlo.

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