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Príncipe de Asturias por las letras

Una insólita decisión del jurado otorga a Leonard Cohen el galardón literario

Diego A. Manrique

Leonard Cohen (Montreal, 1934) recibió ayer una grata sorpresa: la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras. A partir de los ochenta, el canadiense ha sido objeto de innumerables distinciones a ambos lados del Atlántico, aunque generalmente otorgadas por su faceta musical. Una artesanía cercana a su labor poética pero distanciada de sus dos audaces novelas, El juego favorito (1963), editada en España por Edhasa, y Los hermosos vencidos (1966), en Ediciones B.

En realidad, solo sus contables se preocupan por separar ambas carreras, y lo hacen por motivos fiscales. Fuera del ámbito anglosajón, la difusión de sus obras literarias ha seguido a su impacto como estrella del pop culto. Es su sólida fama como cantor de dormitorio lo que explica que buena parte de sus poemarios estén disponibles en español a través de Visor. El propio editor, Chus Visor, se apresuraba a declarar ayer que Cohen es mejor poeta que cantante. Se unía así al coro de declaraciones claramente defensivas de miembros del jurado del Príncipe de Asturias, que parecían conscientes de que su decisión traería polémica.

Se escuchó un coro de declaraciones defensivas de la polémica concesión
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Lorca de Montreal

Con todo, pocos creadores vivos concitan tanta simpatía, tanta unanimidad, como Cohen. Ciertamente, hay otro cantautor (¡y escritor ocasional!) de origen judío universalmente admirado. Pero Leonard es el antiDylan. Siempre ha mimado su repertorio, como evidencian sus cuidados discos en directo. Además, se mostraba accesible: aceptaba discutir sobre los motivos centrales de su obra (el enigma del deseo, el misterio de la espiritualidad, la herencia de su origen, la respuesta del individuo) ante un mundo avasallador. Cohen parecía disfrutar confrontando sus opiniones y asimilando las de su interlocutor. Unas semanas después, podía enviar una nota agradeciendo el encuentro y mostrándose abierto a continuarlo en el futuro. ¡El sueño de cualquier entrevistador!

Conviene hablar en pretérito, ya que el actual Leonard Cohen ya no está tan disponible para torneos coloquiales: con setenta y muchos años reserva sus fuerzas para sus conciertos, que suelen ser generosos. Siempre impecable en lo textil, sale a pelear como un gran seductor. Y eso que tiene al público de su lado. Los espectadores saben que, cuando abandonó el monasterio budista, ya rebautizado como Jikan, descubrió que su representante había saqueado su fondo de jubilación. Bajo sus instrucciones, ella había pactado una cifra millonaria a cambio de sus futuros ingresos como artista de Sony y compositor de canciones. En 2005 había desaparecido el grueso de sus ahorros y solo quedaba una cantidad mínima en la cuenta (apenas el doble de la dotación del Príncipe de Asturias, que son 50.000 euros). Al menos exteriormente, Cohen aceptó estoicamente el robo. No pudo recuperar el dinero y, qué remedio, volvió al directo, algo que le ha permitido conquistar a una generación que nunca le había visto actuar.

Hay que insistir en que, desde 1967, componer y cantar es su oficio principal, voluntariamente escogido. Era un poeta reconocido en el ámbito canadiense y un novelista de culto underground cuando aterrizó en Nueva York. Podía seguir viviendo, de manera austera, en la isla griega de Hydra, pero Leonard sospechaba que ya no tenía fuelle para otra novela y, además, quería formar parte de la gran insurrección de la contracultura.

Llegó tarde pero la belleza hipnótica de sus melopeas le ganó un contrato de grabación y un público considerable, considerando que -por edad y por look- parecía un intruso en aquel mundillo de hirsutos cantautores de la era hippy. Pero resultó tener más aguante que rockeros tipo Lennon: sobrevivió incluso a la aventura de grabar todo un elepé con Phil Spector (Death of a ladies man, 1977), cuando el productor resolvía discusiones agitando su revólver. Muchos de sus seguidores se sintieron ofendidos: no esperaban consejos del calibre de Don't go home with your hard-on (literalmente, No vuelvas a casa empalmado).

Aunque intentó remediarlo con Various positions (1979), los primeros años ochenta le vieron hundirse en un pozo profesional.En Reino Unido, era caricaturizado como el bardo de los estudiantes hipersensibles: "Hace canciones para cortarse las venas". En los Estados Unidos de Reagan, su audiencia casi se evaporó. Le salvó su público internacional, especialmente el europeo; al poco, su discográfica de toda la vida amplió su contrato para que también abarcara Estados Unidos.

Hoy Cohen acumula todo tipo de medallas y títulos. Excepto en su ciudad de origen. A mediados de los noventa, un periodista y un fotógrafo españoles volaron a Montreal, para confeccionar un reportaje sobre los lugares en los que creció. Las autoridades de Quebec sugirieron que tal vez sería más representativo seguir los pasos de una voz francófona: "Céline Dion es mucho más querida aquí". También se sentía la incomodidad en el barrio judío: los vecinos se negaban a señalar cuál era exactamente la residencia de la familia Cohen; Leonard parecía estar en alguna lista negra de los ortodoxos, por su reputación de mujeriego, bohemio e iconoclasta en general.

Imposible hacer entender a los nacionalistas de Quebec que precisamente Cohen, un judío atípico que abandonó Montreal a principios de los sesenta, era su creador más aplaudido en Europa. Tras el éxito de I'm your man (1988), con el himno insurgente First we take Manhattan, el músico realizó giras multitudinarias por España. Sin olvidar la conexión con Federico García Lorca, que propició su visita a la casa de Fuente Vaqueros y, varios años después, su hermanamiento con el poeta granadino gracias a Omega, el inspirado disco de Enrique Morente.

Leonard Cohen, en un retrato tomado en Madrid en 2001.
Leonard Cohen, en un retrato tomado en Madrid en 2001.GORKA LEJARCEGI
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