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LA DESPEDIDA DE RUIZ MIGUEL DE LAS VENTAS

Con todo el cariño de la afición de Madrid

Seis ganaderías / Ruiz MiguelToros de Sayallero y Bandrés, Joaquín Buendía, Martínez Benavides (sobrero, en sustitución de un Miura inválido), Puerto de San Lorenzo, Aldeanueva, grandes y mansos, y Victorino Martín, con trapío, encastado y noble. Ruiz Miguel, único espada: pinchazo y estocada (aplausos y saludos); pinchazo bajo, dos pinchazos y se acuesta el toro (silencio); estocada corta atravesada, rueda de peones y cuatro descabellos (silencio); tres pinchazos, otro hondo muy atravesado y bajo y bajonazo (silencio); estocada y rueda de peones (sílencio); estocada corta y rueda de peones (dos orejas); salió a hombros por la puerta grande. Plaza de Las ventas, 2 de octubre. Despedida de Ruiz Miguel del toreo.

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"El hombre ríe mientras el torero llora"

JOAQUÍN VIDAL Estaba la afición de Madrid deseando volcarse con Ruiz Miguel, entregarle cualquier cosa que saliera del alma, pues se lo merece este Ruiz Miguel torero, batallador y valiente. Le había recibido con una ovación larga, que duró todo el paseíllo, y a los primeros lances ya le coreaba olés. Casi fueron los únicos. Luego hubo pocas ocasiones de aplaudir, hasta el final. Por eso cuando llegó la ocasión, después de una tarde interminable, descorazonadora y baldía, la afición se le entregó en cuerpo y alma, le hizo el regado de las dos orejas que habrían de abrir la puerta de Madrid, y le: despidió con todo el cariño que se ha ganado a lo largo de una vida profesional honesta, sacrificada y heroica.

Desde aquel Villagodio que lidió el año 1973 en este mismo coso, Ruiz Miguel ha venido siendo uno de los toreros favoritos de Las Ventas; aún más: su torero emblemático, la referencia permanente a lo que debe ser el pundonor, la honradez y también la maestría. Algunos de los más jóvenes aficionados que acuden hoy a la plaza no pudieron ver cómo empezó el mito de Ruiz Miguel, pues a lo mejor ni siquiera habían nacido: i16 años hace ya de aquello! Y quizá por eso no acaben de comprender las razones profundas de ese cariño que siente por el veterano diestro de la Isla el público de Madrid.

Eran tiempos de figuras sin toro, los taurinos y sus corifeos decían que el toro que la afición madrileña exigía no tenía lidia, y llegaba entonces Ruiz Miguel a demostrar lo contrario. Toreaba lo que nadie se atrevía a torear, dominaba lo que él mismo llamó alimañas, y se convirtió en el portaestandarte de la autenticidad del arte del toreo.

Eso es, precisamente, lo que hubiera querido ver la afición de Madrid en la tarde de su despedida: la autenticidad del arte de torear como únicamente Ruiz Miguel puede ejecutarla. No hubo ocasión, sin embargo, hasta que rasgó el silencio del dorado atardecer otoñal el último clarín. Lo que salía por los chiqueros no eran ni siquiera alimañas. Lo que salía por los chiqueros eran cuadrúpedos embrutecidos de variada laya; algunos, aparatosos de caja y cuerna; el sobrero, con 623 kilos de materia cárnica, abultaba lo que un vagón de la Renfe. Y a la de embestir, ninguno sabía hacerlo. Si acaso, el de Sayalero, que tomó buenos derechazos de Ruiz Miguel, mientras, en los naturales, le tiraba violentos derrotes al pecho. El resto, nada.

Entre plúmbeas bregas y trasteos pundonorosos de Ruiz Miguel, transcurría la corrida. El ganado tardeaba al cite, o acuadía incierto, o se desentendía pronto de los engaños, o sencillamente se derrumbaba, quién sabe si por flojedad o por pura moruchez. Hubo que llegar al quinto para que se animara aquello. Lo animó Antonio Chacón, con un buen par, y luego involuntariamente Ruiz Miguel, al brindar el toro al empresario, Manuel Chopera, pues provocó un inesperado plebiscito: el público le pegó a Chopera una bronca de no te menees.

En el sexto se lució con las banderillas El Formidable. Y después se luciría el toro. Y el torero. El Victorino resultó ser un encastado producto marca de la casa y Ruiz Miguel le toreó a placer, templando con pulso de lidiador experto una embestida que le venía humilladísima. Fue suficiente para que el público pidiera las dos orejas con verdadero clamor. Hacían falta, pues sólo dos orejas -o de ahí en adelante- abren para la gloria la puerta de Madrid.

Alguien dijo que tanto premio era un regalo. ¡Y claro que lo era! Debía serlo, para entregárselo a Ruiz Miguel acompañado de tarjetón manuscrito, con los mejores augurios y todo el cariño de la agradecida afición de Madrid, que le abraza cordialmente y no le olvida.

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