Realismo a ras de suelo
Transmitía seguridad. Al menos ésa era la impresión que daba. Parecía llevarte por un camino exento de peligros, pero al cabo de un centenar de páginas, el lector descubría con desasosiego que no era aquí adonde esperaba llegar. La suya era una prosa marmórea, impoluta, que brillaba -afirmó un escritor de poco nombre que probablemente le envidiaba- como si alguien hubiera lavado sus páginas, más de piedra que de papel, con un líquido abrasivo. Lo que quedaba era la limpidez de un realismo a ras de suelo. No necesitaba de florituras. El estilo se correspondía con la normalidad de los temas que trataba, de los personajes en cuyo interior se zambullía. Obligaba al lector de a pie a mirarse a sí mismo aunque ello le molestara. Encarnaba los ideales de la moralidad protestante, de pionero blanco, anglosajón, heredero de una forma de entender el arte y la vida de impronta puritana, pero que lanzaba esa manera de ver el mundo contra sí misma, produciendo el insólito efecto de mostrar lo que le enseñaron a ocultar. Sus novelas de costumbres eran ejercicios de desnudez para la clase media, incómodos a veces, pero a la postre, extrañamente liberadores.
Todo un poco a medio gas. Por eso los jóvenes narradores huían de él: representaba un pasado que tenían prisa por dejar atrás. Era de una honestidad radical, con una entrega al trabajo que eliminaba de su vocabulario la noción de descanso. Así se explica el centenar largo de títulos que jalonan su carrera. Pertenecía a una raza de colosos literarios de estirpe inequívocamente norteamericana: el escritor total capaz de devorar el entorno de varias generaciones. Con él desaparece una manera de ver la literatura. Deja un vacío difícil de colmar: incluso quienes estaban en las antípodas de su estética notarán, con extrañeza, que lo echan de menos. Yo ya he empezado a hacerlo.
Eduardo Lago es escritor y director del Instituto Cervantes de Nueva York.
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