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El sexto viaje al castellano de Jorge Semprún

"Tengo resuelto totalmente el problema con mi pasado político", dice el autor de 'La montaña blanca'

Los muros del hotel de Jorge Semprún en Madrid están pintados con juramentos de estudiantes contra, la policía y contra la injusticia universal, mas no le han traído al escritor -cuya vida se ha enredado en múltiples historias de conflictos- recuerdos particulares: "Tengo resuelto totalmente el problema con mi pasado político". E insiste: "Totalmente". La montaña blanca, su sexta novela traducida al castellano, recuerda, sin embargo, las obsesiones de las anteriores. " obra fue presentada ayer en la Fundación Santillana, dentro de los actos Madrid en vanguardia.

El autor se felicitó anoche en la presentación porque la sede de la Fundación Santillana en Madrid se encuentre a 30 metros de la case de su abuelo y a 100 de aquella en la que nació, en la calle de Alfonso XI, es decir, en el centro geográfico de la memoria que construye la novela.Antonio Saura habló de El paso de la Laguna Estigia, cuadro de Patinir, motivo central en la narración de Semprún, en un acto presentado por Jesús de Polanco, presidente de la Fundación Santillana.

Ausente de España desde los 14 años -ahora tiene 63 y con una vida enredada entre los hilos de la historia europea del último medio siglo, Semprún cuenta con experiencias suficientes para alimentar a varios novelistas, y con memoria sobre todas ellas. Y entre las experiencias que le individualizan entre millones -y que han permitido la redacción de una novela como La montaña blanca (Alfaguara)- figura la de haber podido cruzar a menudo el telón de acero, como si toda Europa fuese todavía ese territorio que incluía en el mismo mapa a Londres, París, Viena, Praga y Moscú.

La memoria

Ese cosmopolitismo, despojada la palabra de su connotación mundana, esa facilidad para el viaje y el recuerdo, no la tiene Semprún para escribir en los dos idiomas que domina como propios: castellano y francés. Le ruboriza leer en castellano las escenas de amor que escribió en francés, confiesa, porque nunca ha vivido ninguna relación amorosa en castellano y no sabe en qué consiste.

La autobiografía de Federico Sánchez, en cambio, libro testimonio sobre un pedazo de historia de España, tenía que ser escrita en castellano, al igual que otra novela sobre la que trabaja ahora, que transcurre en España 20 años después de la guerra civil.

Varias de las primeras críticas de la obra de Semprún aislan a los personajes como excepcionales. "A mí me parece que son normales", dice su creador: hablan de lo que habla él y sobre sus mismas preocupaciones. Los tres son en parte él mismo, reconoce, y el que menos, Juan Larrea, escritor, que se diría es el que más se le parece. La sexta novela de Semprún -exceptuada Autobiografía de Federico Sánchez, no considerada novela ni por él- vuelve a escribirse sobre los vaivenes de la memoria.

Nadine, un personaje, cuenta su asistencia a una obra de teatro de vanguardia, y su impresión de encontrarse en un campo de concentración. "¿Y el crematorio? -gritó con voz súbitamente ronca [uno de los tres personajes que recuerdan más a Semprún en la novela- ¿Dónde estaba el crema torio? ¿Al fondo del patio? ¿A la derecha? ¿Detrás de los macizos de azalcas?' (página 34 de La montaña blanca).

Aunque completamente ausente de la vida literaria española, Semprún viene sin embargo a menudo al país. Parece bastante al corriente de lo que ocurre aquí, y él asegura que prefiere no instalarse en España, pues, dice, terminaría metiéndose en política. "Tengo resuelto totalmente el problema con mi pasado político", dice en otro momento. E insiste: "Totalmente". No es una contradicción: probablemente se refería al conflicto mantenido con el PCE gobernado por Santiago Carrillo, que a comienzos de los sesenta le condujo a la expulsión del partido, junto con otros intelectuales, buena parte de los cuales asistieron al acto de anoche.

Ese zanjar con el pasado admite alguna excepción, como cuando, en lo que parecía una ácida carcajada, una revista francesa publicó, para ilustrar un artículo suyo sobre España, una fotografía de Santiago Carrillo identificada con el nombre del escritor.

Moderación en la gloria

Cualquiera que haya leído a Semprún sabe de la importancia de su memoria, no sólo como fuente de buena parte de lo escrito, sino como mapa sobre el que se estructura el relato. La conversación con él de muestra lo que se sospecha en la lectura: Semprún, alojado en un hotel en el centro de! barrio de su infancia, recuerda al detalle -la anchura de una acera, el matiz del azul del cielo- el Madrid de su niñez. Por ejemplo, que la suya fue la única casa de todo el barrio del Retiro adornada con una bandera republicana, en 1931, y que esa heladería con carámbanos de nieve en una esquina de los bulevares va estaba allí hace cincuenta años.

Al igual que en las obras de Milan Kundera, amigo de Semprún, los nombres de los personajes tienen resonancias que a veces son tamibién simbólicas. Así un apellido, Stermaria, que no sólo recuerda aquél personaje ambiguo de A la búsqueda del tiempo perdido y al que Semprún tomó prestado el nombre, y que a la vez recuerda a Nicolás de Stäel y a Sils-Maria, el lugar en el que Nietzche escribió buena parte de su obra.

Quien no se considera estrictamente un escritor, pues es capaz de sacrificar una sesión de escritura a una tarde con un amigo, es moderado en sus ansias de gloria. que, dicen, persiguen los artistas. En política, aspiré a cambiar el mundo, de joven, como todos. Pero no lo hemos cambiado el mundo. Si estuviera seguro de que 5 o 10 personas van a descubrir una vocación, un secreto de sí mismos o una locura con la lectura de una de mis páginas, me bastaría".

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