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Reportaje:

'Salomé' apta para menores

Albertazzi, que anunció desnudos y 'gore', presenta un montaje blanco

Enric González

Salomé, de Richard Strauss, es una ópera de alto contenido erótico. La versión de Giorgio Albertazzi que el martes abrió la temporada operística romana debía ser, en ese sentido, el acabose: el propio Albertazzi había prometido desnudos en abundancia, depilaciones y algún detalle gore, como "la cabeza del Bautista rodando hacia la platea". Fue una peculiar campaña publicitaria e hizo esperar al público un montaje provocador y deseoso de escándalo. Llegado el momento de la verdad, los aficionados romanos contemplaron un montaje aseado y ameno. Nadie tuvo que rasgarse las vestiduras. Ni siquiera Salomé.

Albertazzi fue muy astuto. Logró una polémica sobre algo que nadie había visto
Patané, estupenda, cantó y bailó sin que la carne llegara al escenario

Albertazzi fue muy astuto. Consiguió que los medios de comunicación dedicaran grandes espacios a su Salomé en vísperas del estreno y que se suscitara una polémica sobre algo que nadie había visto. Algún tipo de garantía debieron recibir los patrocinadores, porque ninguno de ellos movió una ceja mientras Albertazzi realizaba anuncios tremebundos. "Habrá dos Salomés en el escenario, y ambas estarán desnudas", declaró el 2 de enero en el Corriere della Sera.

"Hasta las bailarinas estarán desnudas", siguió. Una de las protagonistas iba a aparecer no sólo desnuda, sino depilada: "Todo el pubis afeitado, está depilándose poco a poco, un trocito cada día", especificó el director, con evidente fruición. El Corriere, un diario habitualmente circunspecto, entró de lleno en el asunto: "Otra escena de efecto será aquella en la que la cabeza cortada rodará hacia la platea". Titulares y textos por el estilo fueron publicados por toda la prensa italiana.

Los asistentes al estreno de la temporada ocuparon con cautela sus butacas. Sobre todo, los de las primeras filas. Mucho más que los desnudos, el asunto que preocupaba era la cabeza rodante. ¿De verdad iba a caer sobre la platea? ¿Chorrearía sangre? ¿Se la llevaría alguien a casa, como un balón de estadio?

Giorgio Albertazzi contaba, para sus dos Salomés, con la actriz Maruska Albertazzi (ajena a la familia del director, pese al apellido), fogueada en el cine erótico, y con la joven cantante Francesca Patané, hija del músico Giuseppe Patané (fallecido en 1989 mientras dirigía El barbero de Sevilla en Múnich) y propietaria de un físico atlético. La actriz, Maruska, apareció en el prólogo, un recitado de extractos de la obra original de Oscar Wilde que proporcionaba las claves argumentales. Y sí, se desnudó un momento. Y, en efecto, para subrayar la condición de adolescente virginal de la tormentosa Salomé, la audiencia pudo comprobar que había sido sometida a una radical remoción pilosa. Visto lo que había que ver, Maruska Albertazzi se cubrió con una capa dorada e hizo mutis.

A partir de ahí, comenzó la ópera strictu sensu. La soprano Francesca Patané, estupenda, con un timbre de voz lo bastante acerado como para hacerse oír por encima de la compleja orquestación de Strauss, cantó, coqueteó con el Bautista, provocó a Herodes, pidió la cabeza del prisionero y bailó sin que la carne llegara al escenario: una malla y un poco de pedrería estratégicamente situada bastaron para crear el efecto deseado.

¿Y la cabeza? Rodó hacia la platea, según lo prometido. Pero era una cabeza gigantesca, de cartón piedra, surgida mediante un giro del edificio-cisterna en el que hasta entonces había permanecido preso el Bautista. La cabeza se quedó en el escenario para que Salomé-Patané se encaramara sobre ella y, cumpliendo lo exigido por el guión, besara los labios exangües del profeta.

No hubo ningún detalle provocador. En una época en la que los montajes operísticos tienden a incluir autopsias, flagelaciones, testas de Mahoma o a Bush y Berlusconi bailando en calzoncillos, la Salomé romana resultó perfectamente blanca y apta para menores.

Alguien se quejó de que, en plena danza, Salomé-Patané se tumbara, abierta de piernas, ante la puerta de la prisión del Bautista. Teniendo en cuenta los elementos que componen el argumento de la ópera (Herodes atraído por su hijastra, un baile lascivo, un capitán de la guardia que comete un suicidio pasional y un profeta decapitado, todo ello bajo una luna obscenamente roja), la apertura de piernas no desentonaba.

Si hubo exceso, fue más bien en el sentido opuesto: Albertazzi despojó al tetrarca Herodes de los atributos de su poder y le convirtió en un personaje atemorizado, olvidadizo, tan espantado por las profecías del Bautista como por los insultos de su mujer, carnalmente deseoso de Salomé en un sentido senil: ver y escapar. Era un Herodes casi bufo, oprimido y aturdido por las dos arpías, madre e hija, que tenía en palacio.

Incluso el final fue light. El libreto original concluye con la muerte de Salomé: Herodes ordena a los soldados que acaben con ella, y la aplastan bajo sus escudos. La música, con un corte seco, acompaña el abrupto desenlace. En la versión de Albertazzi, sin embargo, el telón baja mientras un soldado, con la espada desempuñada, se aproxima a la joven. El sangriento remate es cedido a la imaginación del público, apaciguada ya, tras las calenturientas semanas previas.

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