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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Soberbia irlandesa

Diego A. Manrique

¿Oyen ese borboteo? El negocio del directo está en ebullición. Entre otras tendencias, se implanta la ley de que "el cliente elige el repertorio". Eso ocurre, naturalmente, en los cada vez más frecuentes conciertos privados. Hasta se suele invitar a los fans para que voten por el repertorio de una gira (pero no se lo crean). La popularidad de los renacidos grupos históricos se basa en un pacto implícito: "ahora solo tocaremos los éxitos". Una variación para adictos es el show donde se interpreta todo un álbum, como ha hecho Lou Reed con Berlín.

Al otro extremo, están los artistas que engordan su ego poniendo limitaciones. Van Morrison tiene irritados a sus seguidores: lo de prohibir fumar no es raro, pero sí que vete los móviles. Otra cláusula contractual exige que no se venda alcohol durante su actuación o incluso antes (hubiera sido aleccionador contar con la opinión al respecto de uno de sus maestros, John Lee Hooker). A juzgar por lo ocurrido en Brighton el viernes, su público no está feliz: piensan que una entrada -costaban hasta 105 libras esterlinas [134 euros]- les daba derecho a beber lo que quisieran, aunque no pudieran llevar sus consumiciones al interior del Brighton Dome.

Hace tiempo que el León de Belfast se apunta a la ley del mínimo esfuerzo

Los promotores intentaron apaciguar a los paganos: no se trata de que el artista intente "imponer su estilo de vida". Van Morrison, por lo visto, ahora va de abstemio, aunque eso choca con su fama de connoisseur de vinos. En otros tiempos, Van abusaba del alcohol y era un mal borracho. Hoy quiere que no haya despistes, que los asistentes a sus recitales "se concentren en la experiencia musical".

Disculpen si se me escapa una risita. Morrison no cumple su parte del trato. Hace tiempo que el León de Belfast es el paradigma de la ley del mínimo esfuerzo. Olvidemos aquellas bandas con pesos pesados como Georgie Fame o Pee Wee Ellis: ahora lleva músicos sufridos que aguantan sus desplantes: no sabemos si Van ensaya metódicamente, pero resulta evidente que no pierde mucho tiempo probando sonido y luego pasa lo que pasa.

Pasa que suele haber problemas en los directos de Van y que el público asiste a broncas audibles, miradas taladradoras y gestos despectivos. Morrison quiere espontaneidad y, mientras se extingue los aplausos, grita el título del tema siguiente fuera de micro. El agobio de los instrumentistas es palpable.

El ogro visita regularmente los escenarios españoles, así que atesoramos abundantes muestras de su malhumor. Memorable fue la parte final de una actuación en La Riviera madrileña en la que interrumpió un tema cuando, en medio de un pasaje tranquilo, se alzó una voz destemplada; cortó y ni un adiós.

Van se beneficia de esa idea romántica de que los creadores deben ser temperamentales, imprevisibles, loquitos. Eso no procede aquí: estamos ante un tirano altanero, que apenas oculta su desprecio por sus compañeros, por su público, por su música finalmente. Le preocupa más terminar pronto, volver a abordar su avión privado y dormir en su casa.

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