Sombra solar en la sabana
Con la llegada a la Gran Vía madrileña del musical El rey león (y teniendo en cuenta el éxito y calidades de Los miserables recientemente) podemos decir que el género importado hace carta de arraigo. Y es que con El rey león en su momento, hace ahora tres lustros, Broadway vivió un renacimiento que luego se trasladó al West End de Londres. Todo esto está más que justificado, pues se trata de un trabajo soberbio en lo estético, lo musical y lo coreográfico, y pone en relieve el viejo adagio de que no hay mal libreto si detrás hay un gran director. En cierto sentido, el llamado género menor se alza en su propia estatura, desde sus marquesinas recargadas de neones, hasta los tiempos en los que un George Balanchine, Jacques d'Amboise o un Jerome Robbins (a quien debemos la cumbre que es West Side Story) hacían caja en los musicales dotándolos de prestigio y de altura formal no solo en lo coreográfico. Si Robbins se acerca a Romeo y Julieta de Shakespeare en su clásico de las bandas juveniles, aquí en El rey león se usa otro, Hamlet, pero guionistas y directora han sabido muy hábilmente, con sutileza, administrar esas raíces argumentales de tragedia en una atmósfera diferente.
EL REY LEÓN
Música: Elton John y Tim Rice.
Libreto: Roger Allers e Irene Mecchi.
Dirección y vestuario: Julie Taymor.
Coreografía: Garth Fagan.
Dirección musical: Jim May.
Teatro Lope de Vega. Madrid.
Este montaje cumple el adagio 'no hay mal libreto si hay un gran director'
La primera escena ya deja al público dentro de un fresco monumental: la inventiva del dibujo, la coreografía, la cinética de esa sabana caldeada y energética, llena de detalles, envuelve al espectador, lo conquista, un verdadero carnaval de los animales. La maquinaria (muy parecida a una escultura de Tinguely) lleva una manada de orix saltarines. La combinación abarca desde las altas culturas del bajo Nilo al esplendor colorista de Níger. Las telas wax idealizadas, las máscaras fang magnificadas, la idea del confín misterioso ligada a la práctica animista, todo eso se muestra con recursos teatrales de tradición también extraídos de muchos sitios diferentes (sombras chinescas o balinesas, el circo, cierta textura operística...).
Cada personaje está primorosamente dibujado para que se retenga su estilo. Dos ejemplos: Rafiki, una vieja oráculo omnipresente (interpretada brillantemente por la cantante sudafricana Brenda Mhlongo) que lleva colgado a la espalda el tablero de la adivinación y sus abalorios mágicos, o Timón (graciosísimo David Ávila), un bicho lleno de retranca inspirado en la monocroma de los sapeurs congoleños. No dejarse fuera al sofisticado Zazu de Esteban Oliver, un pajarraco de colorines que se vuelve simpático. Los detalles artesanos enriquecen la parte material y decorativa; el baile es una conjunción feliz del movimiento primitivo estilizado hacia lo contemporáneo. Y esas danzas y evoluciones llegan dentro de un escenario de gran movilidad cromática.
Tiene El rey león un antecedente ilustre en el ámbito de las artes escénicas modernas: La creación del mundo, el ballet que imaginaron en 1923 el poeta Blaise Cendrars, el músico Darius Milhaud y el pintor Fernand Léger para Los Ballets Suecos de Jean Börlin (una coincidencia curiosa: se estrenó un 25 de octubre en París). Hay homenajes literales (los cocodrilos articulados, los pájaros aéreos, los simios de varillas) y muchos puntos de contacto entre las dos obras, y baste citar un fragmento que firman al alimón Cendrars y Léger en el libreto: "Movilidad continua de la escena para el desplazamiento de decorados móviles y de personajes tanto ficticios como reales. Animación escénica para el nacimiento de un árbol y de diversos animales".
Simba crece y se vuelve el príncipe vengador de su padre, el rey muerto. Pero las similitudes shakespearianas terminan casi ahí. El rey león bascula del gran coral a las réplicas a dúo en una curva que la dramaturgia teje sobre la plástica danzante. Eso se sostiene sobre una música inspirada de cebo melódico. La acústica deficiente del teatro perjudicó ciertos matices, lo mismo que las dimensiones del escenario. Los personajes niños están bastante entrenados y el Simba crecido, encarnado por el mexicano Carlos Rivera, exige de cierta abstracción en el recitado. Su acento televisivo perjudica la credibilidad, aunque lo suple con su sonrisa y su fiera melena de pega, amén de pectorales esculpidos, técnica fluida al danzar y buena voz al cantar.

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