Subversivo y coherente
Ferran Adrià tenía dos opciones tras su invitación a la Documenta de Kassel: aceptar la canonización artística impuesta desde fuera o mantener la coherencia con aquello que le ha convertido en un genio de la cocina. Ha elegido lo segundo. En lugar de trasladar su obra a Kassel, llevará a Kassel a El Bulli. Lejos de decepcionar, su decisión es inteligente y hasta subversiva. Adrià es un artista en El Bulli, en el peculiar universo donde ha triturado las viejas convenciones de la gastronomía. Es allí donde ha abierto un excitante panorama a la cocina, dominada durante los dos últimos siglos por los códigos procedentes de Francia.
Su invitación a Kassel formaba parte de la sacralización tradicional del artista: dotarle de un espacio para consagrarle. La canonización tiene mucho de sometimiento, de aceptación de las reglas del juego y de extrañamiento. Uno deja de ser lo que es para convertirse en lo que otros deciden que sea: un santo o un artista. Era interesante observar la respuesta de un heterodoxo a la idea tradicional de la consagración. ¿Qué podía ofrecer Adrià en Kassel? Nada. Ni era su espacio, ni podía entregarse a la ingenua y peligrosa tarea de satisfacer al despliegue mediático que ha rodeado todo este proceso. La Documenta representaba para Adrià algo parecido a una oferta-trampa y, en todo caso, un ejercicio de reflexión sobre su papel cultural, social, o lo que sea. La decisión ha sido brillante. Adrià se mantiene en su sitio y se transforma de invitado en invitador. Que Kassel se traslada a El Bulli. Ahí, sí. Ahí, Adrià es incontestable.