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58ª edición de la Berlinale

Ternura y caos: Nanni Moretti deja su huella aunque no dirija

Robert Guédiguian no logra atrapar con su cine negro en 'Lady Jane'

Carlos Boyero

No hay noticias estimulantes del cine italiano desde hace mucho tiempo, algo insólito en la tierra que parió el neorrealismo, tuvo directores y actores con arte torrencial y justificado prestigio internacional, realizó muchas y agridulces comedias que ya pertenecen al clasicismo más gozoso, respiraba heterodoxia y vitalismo. Hay muy pocos autores en los últimos años del cine italiano cuya obra sea apasionante y exportable, que despierte o renueve el interés de los cinéfilos de cualquier parte.

Uno de los escasísimos ejemplares de esa raza casi extinguida es un señor llamado Nanni Moretti, alguien dotado de inteligencia afilada, gracia, sentido crítico, mala leche, poder de comunicación y de convicción, un ojo privilegiado para captar el estado de las cosas, para lograr la identificación y la comprensión del espectador hacia las neurosis, miedos, angustias, incertidumbres, deseos, mordacidad y turbulencias íntimas que aquejan a esos personajes urbanitas que él se inventa e interpreta con naturalidad, cercanía emocional y matices.

Caos calmo la dirige Antonello Grimaldi, al que sería injusto y arriesgado quitar méritos, pero la escribe y la protagoniza Nanni Moretti, consiguiendo que su personalidad y su huella floten permanentemente en la temática, las obsesiones y el aroma que desprende esta atractiva y tierna película.

Moretti da vida a un alto ejecutivo de una empresa audiovisual al que el mundo se le viene encima cuando su mujer la palma y debe ocuparse de una hija pequeña a la que amenaza la parálisis emocional por esa insustituible pérdida. El aspirante a tiburón del mundo empresarial pasará olímpicamente de fusiones e intrigas para conseguir el poder, se dedicará íntegramente a vigilar que su cría no se derrumbe y vuelva a integrarse en la normalidad, abandonará sus responsabilidades profesionales para vivir en el microcosmos que rodea la existencia escolar y sentimental de la niña, llevará su pena y su desconcierto con aparente estoicismo, se hundirá, se impondrá la obligación de levantarse.

Todo ello está contado al estilo Moretti. El argumento puede sonar a ya visto y oído, pero su desarrollo es muy original. Aunque te esté hablando de una tragedia, su mirada sobre las personas, los sentimientos y las cosas mantiene el sentido del humor y la calidez, el toque surrealista y la inteligente humanidad para entender las razones de todos los pintorescos o normales personajes que pueblan Caos calmo.

En el monólogo interior de este tipo, en su desamparo, en su agobio, en su hallazgo de otra forma de vivir, en su excentricidad, podemos reconocernos subterránea o transparentemente la mayoría de los espectadores.

La única pega que se puede objetar a esta deliciosa crónica sobre el caos maquillado de calma es una larga y absurda secuencia erótica, no sabemos si real o soñada por el protagonista, que no pega ni con cola en lo que nos están narrando. Al parecer, un escandalizado obispo italiano le acaba de hacer una gratuita publicidad a esta pecadora película al exigir a los actores como Dios manda que declaren objeción de conciencia cuando les pidan rodar escenas de sexo. Se supone que la castidad clerical no sabe nada de los regocijos de la carne, pero ellos siempre tienen que dar la brasa prohibiendo esos placeres a sus fieles aunque también humanos transgresores.

El director francés Robert Guédiguian, cuyo cine está ancestralmente especializado en la problemática cotidiana y la lucha por la supervivencia de marselleses con sentimiento de clase proletaria y resistentes al sistema, autor con pretensiones de agitación social y militancia izquierdista, a veces penetrante y conmovedor y en otras tan previsible como plasta, empeñado en que su esposa y un par de amigos sean los invariables y fatigosos protagonistas de todas sus películas, ha decidido insólitamente cambiar de rollo y homenajear al cine negro en Lady Jane.

Guédiguian retrata el reencuentro de tres amigos que se dedicaban antiguamente a robar abrigos de pieles para regalárselos a los obreros de su barrio (que quede constancia por parte del autor que incluso sus delincuentes tienen el alma roja) y que ahora vuelven a unirse por el secuestro que ha sufrido el hijo de la dura integrante femenina de este trío atípico. Intenta ser un relato tenso y violento, una exaltación lírica de los códigos de la amistad, pero el resultado es cansino y repetitivo, sin que los desgarrados personajes logren atraparte. Guédiguian está más dotado para el panfleto humanista que para la negrura gangsteril.

Para aclararnos: nada que ver con la poderosa estética ni con la atmósfera sombría del gran maestro del cine negro francés Jean-Pierre Melville.

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