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CAFÉ PEREC
Columna
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Torre de los Panoramas

Enrique Vila-Matas

De Onetti recuerdo su rostro ayer en You Tube y su resistencia a ser filmado hasta que cede y le dice a la cámara: "Por simpatía, me resigno". Y recuerdo también el asombro, ya hace años, que me causó Los adioses. Tan atónito me sentí al terminar aquel libro que volví a empezarlo para estudiar con supremo detenimiento cómo lo había hecho el escritor uruguayo para construir con tanta ambigüedad y talento su relato de despedidas. En los días que siguieron, fui un lento analista de su temperamento, como años después lo fui del de Horacio Quiroga, cuentista de tortuosa psicología. Y un día creí encontrarme en el centro del mundo cuando llegué a la poesía esencial de Idea Vilariño, nacida en Montevideo en 1920, 10 años después de la muerte de Julio Herrera y Reissig, iluminado precursor de las vanguardias europeas desde su internacionalmente provinciana y hoy mítica (aunque no estoy seguro, quizás olvidada) Torre de los Panoramas, punto crucial de la poesía de su tiempo y en realidad un cuartucho en el terrado de la casa de sus padres, con vistas (entonces) al Río de la Plata.

Hoy hace cien años moría Herrera y Reissig, poeta radical y genio de las letras latinoamericanas

Herrera y Reissig no sólo fue un dadaísta y un surrealista avant la lettre, sino también un gran avanzado de la poesía modernista que, a la sombra de Darío, revolucionó aquel Montevideo espectral, con huellas todavía del conde de Lautréamont, el más francés de los escritores uruguayos. Por esa ciudad siento una extraña añoranza, una rara saudade de ultramar, a pesar de no haberla pisado nunca o, mejor dicho, de haber pasado allí dos horas inaguantables, encerrado en un cuarto de aeropuerto, antesala uruguaya del infierno. A Montevideo la asoció con aquel sofoco y con mi melancolía de ultramar y también con Idea Vilariño, poeta de las experiencias intensas (se encuentra su admirable poesía completa en Lumen), experta también ella en adioses, como su amado Onetti, del que se despidió en muchos poemas, como se despidió también de Darío: "Pobre Rubén creíste / en todas esas cosas / gloria sexo poesía / a veces en América / y después te moriste / y ahí estás muerto / muerto".

Enemigo de los números redondos y de las fechas señaladas, hago una excepción para decir que hoy hace cien años, el 9 de marzo de 1910, moría en Montevideo Julio Herrera y Reissig, poeta radical y genio de las letras latinoamericanas. En su momento, tan sólo Valle-Inclán percibió en España la renovación que venía de la mano de aquel escritor que desde la Torre de los Panoramas anticipó todas las vanguardias y por bien poco incluso los espejos cóncavos del callejón del Gato: "La realidad espectral / pasa a través de la trágica / y turbia linterna mágica / de mi razón espectral...". Antonio Machado, al hilo de unas palabras de Unamuno, se apresuró a rechazar la poética modernista. Con formas diferentes, el cerrojo de Machado perdura todavía hoy en este país obstinado en repeler ciertos registros nuevos y en el que, por ejemplo, dos de los más grandes escritores de Montevideo, el inconmensurable Felisberto Hernández y Mario Levrero, son casi unos desconocidos. Duro desinterés español de ahora hacia el mundo americano. La escasa resonancia de La novela luminosa de Mario Levrero (Mondadori) llama la atención porque, sin que casi nadie parezca haberlo advertido, no está muy lejos del mejor Bolaño. Pero es como si a Levrero nos hubiera dado por depositarlo en el lugar de los caminos muertos de su admirado Burroughs. Ya se sabe, ese lugar de espejos cóncavos y de fantasmas que viven en dimensiones paralelas y a los que Levrero trataba con familiaridad, como si fuera un heredero más de Herrera y Reissig, de cuyo genial espectro y obra he querido hoy especialmente acordarme.

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