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DESPIERTA Y LEE
Columna
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Truculencias

Fernando Savater

Uno de los highlights de los retiros de ejercicios espirituales de antaño (supongo que seguirán haciéndose, aunque desconozco su formato actual) era la tenebrista descripción de las penas del infierno, que acechaban flamígeras en el precipicio situado a la izquierda del itinerario del homo viator. Descripciones llenas de detalles gore sobre la intensidad y duración de los tormentos, cuya explicitud variaba de acuerdo con la imaginación un punto sádica del maestro de ceremonias. James Joyce les dedica una página formidable en su Retrato del artista adolescente. La verdad es que en líneas generales siempre resultaban más creíbles, pese a su fundamental inverosimilitud, que las edulcoradas y borrosas estampas de la beatitud celestial. Una herencia de Dante, supongo. Y daban pie al humor negro, como el de aquel feligrés que interrumpió al cura engolfado en su tarea de narrar espantos punitivos: "Ya está bien, padre. Si hay que ir al infierno, se va, pero... ¡coño, no acojone!".

El gusto sacro por la pedagogía de lo escalofriante parece irse generalizando hoy

Este gusto sacro por la pedagogía de lo escalofriante parece irse generalizando. Ya hace varios años que la Dirección General de Tráfico optó por prevenirnos contra los accidentes empleando imágenes de carrocerías machacadas, niños que chillan despavoridos y parapléjicos contritos. No queriendo ser menos, las autoridades sanitarias adornan las cajetillas de tabaco que el Estado sigue vendiéndonos con fotografías de chancros, tumores y pulmones perforados (supongo que aspiran al ideal de que la gente no deje de invertir en el rentable veneno pero que no se lo fume, para así ahorrar gastos a la sanidad pública: doble ganancia). Por su parte, las campañas contra el aborto no renuncian a asestar a los impíos retratos de fetos despedazados y otras referencias clínicas espeluznantes a la masacre de los inocentes. Salvo los caníbales, siempre tan suyos, nadie puede permanecer impávido ante tal carnicería...

Ahora se incorporan a esta moda tremendista los antitaurinos. Ya antes eran propicios a mostrar instantáneas chorreando hemoglobina de morlacos agonizantes pero ahora, en el debate del Parlamento catalán, se han aportado estoques y rehiletes como argumento científico irrefutable de que ese tipo de armas blancas hacen sufrir cuando pinchan: hay que agradecer que ningún evolucionista se haya presentado con una cornamenta de buenos pitones para recordarnos que el bos taurus también se las trae. En Madrid, como respuesta a la iniciativa de la presidenta Aguirre de declarar la fiesta bien de interés cultural (su lema podría ser "toro por la patria"), ha habido manifestación de desnudos ensangrentados como protesta. Seré el último que se queje de que señoritas de la edad adecuada se despeloten en público por una buena causa, e incluso sin ella, pero en este caso aunque se peguen banderillas y se embadurnen con tinta roja falla la similitud: porque si a algo no se parecen los toros de lidia -sanos o heridos- es a hembras.

Confieso cierto prejuicio contra estas formas de persuasión por medio de la agonía emocional y la truculencia. Soy de los que creen que la imagen no sólo no vale más que mil palabras sino que necesita más de mil para valer algo. Y desde luego prefiero que me hagan pensar a que se esfuercen en hacerme llorar o temblar. Además, me uno al ruego del feligrés contra la pedagogía del terror que confunde conmover y convencer: oiga, no acojonen, que bastante tenemos ya cada uno con lo nuestro.

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