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Ultracuerpos con acento catalán

La literatura fantástica toma cuerpo en Barcelona

Para unos se llama David Monteagudo, para otros Albert Sánchez Piñol, para algunos -los más recientes- su nombre es Marc Pastor. Si saltamos al siguiente nivel, el que puede ignorar los nombres y centrarse en lo esencial, lo cierto es que la literatura de género en nuestro país se está sacudiendo las pulgas, ya no quiere ser el mismo perro con diferente collar cansado de corretear por el parque de costumbre antes de volver al embotamiento del hogar.

Y es que siempre ha habido en España autores que han buceado en la fantasía o la ciencia-ficción (fuera o no disfrazada de metáfora, utópica o distópica) pero el nuevo siglo parece haber activado un nuevo mecanismo que se desplaza en el sentido inverso al de la modalidad clásica: ahora es el público el que empuja la escritura hacía el género y no al revés.

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La Barcelona del fin del mundo

Piñol despertó al monstruo en 2002 con La piel fría, un escalpelo de trescientas páginas con vocación antropológica y sorprendentes reminiscencias fantacientíficas que fue un exitazo en Cataluña, una comunidad que ya había idolatrado a autores como Manuel de Pedrolo o Pere Calders, capaces de resultar aterradores con elementos aparentemente nimios.

El siguiente, capaz incluso de convertirse en un fenómeno literario desde la más absoluta discreción no es otro que David Monteagudo, un gallego afincado en Barcelona que ha contado el fin del mundo sin necesidad de recurrir a los paisajes habituales, un apocalipsis cotidiano, inesperado y diminuto que -aún así- presenta ramificaciones globales, aunque sea por extrapolación.

Marc Pastor es el último inquilino de esta particular triada literaria, que no por casualidad se mueve y respira en las aceras de la Ciudad Condal. Para Pastor el habitante de la aldea global camina inexorablemente en pos de la uniformidad integral. Todos vivimos en la misma ciudad, apenas distinguida por unos cuantos edificios que actúan como brújula para el visitante ocasional pero que pasan desapercibidos para el usuario habitual. Compramos en las mismas tiendas, engullimos las mismas comidas y nos deleitamos con el mismo café. Somos el mismo tipo con diferente disfraz, un zombi que no ha necesitado morirse para visitar la tumba y cuya resurrección es en realidad una muerte anunciada.

El hecho de que Pastor alumbre su particular homenaje a La invasión de los ultracuerpos en Barcelona y de que la ciudad sea testigo y parte de la trama responde -seguramente- a que pocas ciudades resuman tan bien la lucha fraticida de una urbe consigo misma para conservar la identidad sin renunciar a los parabienes de la civilización globalizada. En las páginas de El año de la plaga la cultura pop, el localismo, el cine clásico, el thriller, el terror y la adicción a la tecnología se dan la mano (y a veces se golpean) exactamente de la misma forma en que estos elementos conviven entre nosotros -los amantes del adoquín- en aparente armonía, cada vez más agrietada.

El gran mérito de este trío de barceloneses (ya sea de nacimiento o de adopción) es haber conseguido un lienzo de la sociedad patria (y por extensión universal, seguramente porque cuanto más específica más reconocible resulta identificarse con cualquier realidad) con tres instrumentos absolutamente distintos pero con la habilidad suficiente como para reflexionar de forma astuta sobre un futuro invisible, del que solo vemos la sombra, negra y muy alargada, pero que se resiste a mostrar el rostro. De momento ha asomado la nariz a orillas del Mediterráneo y parece que le gusta la literatura.

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