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Tribuna:Un poeta excepcional
Tribuna
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José Ángel Valente o la restinga

Resulta muy duro hablar en pretérito de un escritor admirable al que me unían los lazos de una amistad de más de cuarenta años y unas afinidades éticas y literarias singulares y únicas. La ejemplar evolución poética de José Ángel Valente, fundada en un aquilatamiento y sublimación del idioma, le condujo a distanciarse desde fecha temprana de las oportunistas y aleatorias gavillas generacionales para internarse a solas en una terra incognita: la de una radicalidad poética que se alquitara y afirma a partir de Material memoria. Ningún poeta español de la posguerra llegó más lejos en su exploración de los límites del lenguaje -lo que él llamaba la busca de "las palabras substanciales"-, empresa que le arrimó, por primera vez en nuestras letras, a la incandescencia enigmática del Canto espiritual de San Juan de la Cruz: salto al vacío transmutado en plenitud gozosa.Su largo exilio de España y el distanciamiento de los centros de poder académicos o institucionales le permitieron una independencia de criterio imposible en la península, salvo en casos heroicos de aislamiento (Sánchez Ferlosio) o de asumido ninguneo (José Jiménez Lozano, Julián Ríos, Sánchez Robayna, Miguel Sánchez Ostiz...). Veía, como yo, nuestra cultura a la luz de otras culturas, nuestra lengua a la luz de otras lenguas. Construyó así su propia escala de valores y se forjó un lenguaje a la vez nítido y polisémico próximo al de los místicos. La lectura de la tradición esotérica hebrea y aproximación al sufismo fecundaron su análisis de San Juan de la Cruz y Miguel de Molinos. El estudio dedicado a éste y los ensayos reunidos en La piedra y el centro y Variaciones sobre el pájaro y la red se alzan a un nivel raramente alcanzado por la crítica en lengua castellana: resaltan, con fulgor insólito, de la común indigencia intelectual y lobreguez erudita.

Valente era una notable excepción en un país en el que, como en tiempos de Larra, una cosa es lo que se piensa, otra lo que se dice, otra lo que se escribe y otra aún lo que por a o por b sale publicado. Su renuncia a sumarse a la gritería elogiosa y su fidelidad a la ética del lenguaje le valieron la fama de arisco y antipático, de agrio perturbador del consenso. Sus elogios (más bien escasos) y descalificaciones (mucho más frecuentes) se basaban no obstante en un análisis crítico del que podemos disentir o no, pero nunca en prejuicios previos ni mercadeos zafios. No envidiaba a nadie (él era el envidiado) y sus raros encomios procedían del rigor, no de la cicatería. Ello le acarreó la enemistad de las cuadras editoriales y agrupaciones frecuentadas por vivales y listos. Las taifas generacionales le hacían reír. Sabía que ni San Juan de la Cruz ni Quevedo podían ser apriscados en un redil genérico sin convertir a quien lo intentara en hazmerreír público. Nos decía con su ejemplo que todo poeta auténtico es irreductible a esquemas. Valente nunca buscó el compadreo, sino la soledad: la gloria de los muertos.

La farsa diaria de la vida literaria española, la mercantilización de un gran sector de la crítica, la confusión deliberada del texto literario y el producto editorial, el elogio por necios o mercenarios de supuestos "buques insignia de la Armada poética" y de "versos emblemáticos" no hacen sino resaltar por contraste la belleza y exactitud de su lenguaje poético, su lealtad a quienes, como dijo Cernuda, "vivieron por la palabra y murieron por ella". Valente opinaba con razón que ningún poder político, empresarial ni académico pueden convertir en poetas y escritores a quienes sólo son redundancia y eco ni perpetuar la impostura de los que cultivan obsesivamente su imagen pública para compensar con ello su desastrosa facilidad, la irremediable pobreza de su escritura. Como dije en otra ocasión del esperpento cultural hispano, "a causa de la ausencia real de valores, todo vale". Se puede hablar así de épica taurina y filosofía del fútbol, perpetrar novelas y malengendrar poemas mientras se guisa o se charla por telefonito con la familia. La guapería de la mediocridad, expuesta sin pudor en los medios de información, avasalla cualquier tentativa de razonamiento. El Celtiberia Show de los sesenta se ha convertido en una subasta de ignorantes y chalanes en nuestro boyante país de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos.

A pesar de ello recapacitemos. ¿Quién se acuerda hoy de los poetastros y críticos sabihondos que se ensañaron con Baudelaire, ignoraron a Mallarmé, menospreciaron a Cernuda? El verdadero poeta sobrevive a la época y perdura en la memoria de sus lectores futuros. Cuando se retire la marea de la superchería mediática y del poder de las instituciones y superempresas productoras de libros desechables -dejando al descubierto la mentira de tanta grandeza usurpada-, la obra de José Ángel Valente brillará como la de quien supo mantenerse al margen y preservar del peligro de la programada trivialización la belleza y fulgor intrínsecos de sus versos.

En octubre de 1999, después de una lectura en el Círculo de Bellas Artes, le encontré flaco y desmejorado. Parecía flotar dentro de su propio traje. Desde nuestro último encuentro en Marraquech en abril de 1998 había sufrido la ablación de una parte del estómago y, sin embargo, su programa de actividades culturales no le concedía el necesario descanso. Recuerdo que le reprendí cariñosamente: "guarda tus fuerzas, no te prodigues en vano. Ningún lauro académico, premio institucional, doctorado honoris causa ni elogio de Víctor García de la Concha añadirán un átomo a tu grandeza. Eres el mejor poeta español de las últimas décadas, y ello te basta. Todos los conocedores de tu obra lo saben, aunque muchos esperen para admitirlo a que estés muerto y bien muerto".

Lo encubierto por la marea de palabras huecas emergerá, repito, cuando aquella se retire. Los ciclos de ascenso y descenso de las aguas se suceden periódicamente y sólo subsiste incólume la restinga. Poetas como Machado, Jiménez, Cernuda y Valente son esta restinga destinada a durar mientras se aleja y sume en el fango lo caduco.

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