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William Christie: "La perfección me produce escalofríos"

El director de orquesta cierra la trilogía de Monteverdi con 'L'incoronazione di Poppea' en el Teatro Real

La culpa fue de Vietnam. O la suerte, según se mire. Cuando Estados Unidos se metió en aquel embrollo que sacó a los jóvenes furiosos a la calle, William Christie (Buffalo, 1944) era un músico airado que había estudiado en Harvard y no podía soportar la soberbia de una potencia envalentonada. Así que se fue. Decidió emprender el camino del autoexilio. Hacia Francia, donde aún vive. "Hoy me considero un europeo feliz y cosmopolita que no renuncia a su formación americana", afirma.

Con aquella decisión, este músico cambió el signo de los tiempos en el campo antiguo y barroco. Con él y unos cuantos como él al frente -Nikolaus Harnoncourt o John Eliot Gardiner, Tom Koopman o Jordi Savall, entre otros- renació en Europa, entre Francia, Alemania, Holanda e Italia principalmente, la frescura y la autenticidad de una época que había sido demasiado manipulada. Su grupo, Les Arts Florissants, se convirtió en referencia elegante y rigurosa, algo que gana con los años como demostrará hoy junto a 17 músicos y otros tantos cantantes en L'incoronazione di Poppea, de Monteverdi.

La ópera cierra un ciclo sobre el creador de la ópera en el Teatro Real después de L'Orfeo e Il ritorno d'Ulisse in patria, realizadas en las dos temporadas precedentes y que fueron dirigidas por Christie y por Pier Luigi Pizzi en escena. Ha sido el gran hito de la etapa del actual director artístico, Antonio Moral, promotor de la idea y habrá registro de todo ello en DVD.

Christie se siente cómodo con sus dos identidades. Le quita importancia a los refinamientos. Lo mismo da que le llamen Mister que Monsieur. De hecho, la explosiva Danielle de Nise, que interpreta a la irresistible Poppea, le llama Billy. "Depende del día admito el Mister o el Monsieur por igual. No me avergüenzo de mi educación americana. De hecho estoy orgulloso de ella, fue buena. Mis padres me enseñaron que era mejor viajar, abrirse, ver mundo. El otro día, en Toledo, me encontré a un grupo de jóvenes turistas estadounidenses y pensé: volverán a casa mucho mejor de lo que salieron".

Él se quedó y ya es un europeo convencido. Aunque ha vuelto a Estados Unidos para enseñar música antigua y barroca en la Juillard School de Nueva York. Lo ha hecho para inculcar en los jóvenes que estudian en su país lo mismo que le traspasó a él su maestro de clave, Kirpatrick. "Esfuérzate. Tienes un compromiso dentro de ti, contraído entre la música y tu corazón", le dijo. "Eso me ha marcado. Yo no se lo cuento a mis alumnos. Es demasiada carga. Pero pienso en ello constantemente. Ha sido el motor de mi carrera".

Lejos ha quedado aquella rabia que le hizo alejarse de su tierra de origen, aunque los problemas persistan. "La humanidad no es que haya mejorado desde entonces. Pero no me queda más remedio que mirar hacia dentro de mí cuando hago balance de las cosas. He sido afortunado. Podría haber nacido en Camboya en los años setenta o en Europa en los años veinte. Al fin y al cabo, yo no he tratado de hacer otra cosa que darle felicidad y esperanza a la gente".

"La palabra que más he utilizado en los ensayos: sensualidad"

Y lo ha logrado. Con creces. Recuperando piezas fundamentales del barroco europeo: a Charpentier, a Lully, a Haendel. Ahora le toca Monteverdi. El pilar de la ópera. Y esta coronación de Poppea, pura pasión, líquida sensualidad. Sexo y conflicto. "Esa es la palabra que más he utilizado en los ensayos: sensualidad. En Madrid se entenderá perfectamente. Cuando llegué la primera vez con mis padres en los años setenta encontré un lugar viejo. Ahora es una de las ciudades más jóvenes del mundo. Y es, sobre todo, por esa sensualidad que despide".

Le gusta la calle. Dice haberse hecho amigo de todos los camareros que hay en las tabernas cercanas al Real. "Qué le voy a hacer, me quieren", comenta. Como le quieren los cantantes jóvenes que trabajan con él. La propia De Niese o el más que prometedor Phillipe Jaroussky, el contratenor francés que según 'Le monde la la musique' es una de las voces más asombrosas de Francia.

Son las dos figuras del reparto vocal. En un montaje que rompe barreras. Los músicos están a la misma altura que los cantantes. Christie no dirige solamente. También toca el clave. Acompaña la música. "Dirigir aquí no tiene sentido. Hay que buscar la frescura y la fusión de los sonidos. La naturalidad es la clave", asegura Christie. Naturalidad para revivir estas obras de casi cuatro siglos de manera auténtica. Si alguien sabe cómo arreglárselas para transportarnos con la música en el tiempo es él. "Monteverdi, Lully, Couperin dejaban sus partituras incompletas, los intérpretes debían redondearlas". ¿Así que el autor es el cuerpo y el intérprete el alma? "No tanto. El autor muestra el cuerpo, el intérprete debe vestirlo". Mejor eso que lo que hacen algunos compositores contemporáneos. "Uno ve una partitura de Pierre Boulez y hay 80 indicaciones. En los barrocos no hay ninguna".

Eso ofrece libertad, atrevimiento. Y un desprecio hacia el artificio. "Es necesario poner todo en cuestión. En los conservatorios se enseñaban cosas absurdas porque lo había dicho un alumno de un maestro de un tío que había estudiado con Liszt. ¿Y qué? No por eso tiene que ser correcto". Él ha emprendido una cruzada contra la parafernalia: "No me gustan los jóvenes músicos que aprenden a tocar alto, rápido, irreprochablemente. Como si condujeran un Mercedes. ¿Es eso la música? Es tan maravilloso como aterrador. La máquina de la perfección me produce escalofríos".

Pero abrir esas mentalidades obsesionadas con el peso de la tradición, el rigor de lo inapelable y los legados es un proceso lento. Aunque Christie ha conseguido predicar su estilo con instrumentos de época en altares como la Filarmónica de Berlín, donde Simon Rattle le ha invitado a dirigir. "Se puede interpretar a Haendel con instrumentos modernos, pero los de su época le hacen más elocuente".

El director de orquesta William Christie
El director de orquesta William ChristieÁLVARO GARCÍA

El hombre-orquesta

William Christie es uno de los pilares de la eclosión del repertorio barroco europeo de los últimos 30 años. Con René Jacobs, Jordi Savall, Christopher Hogwood o John Elliot Gardiner, forma parte de la generación que consolida la interpretación con instrumentos originales y la convierte en comercialmente rentable, después de que abriera fuego la generación que pivotó en torno a Gustav Leonhardt y Nikolaus Harnoncourt. Afincado en Francia desde 1971, fundador del grupo Les Arts Florissants en 1979, en la década siguiente convertiría en territorio propio la producción francesa, tanto instrumental como vocal, de los siglos XVII y XVIII: Lully, Rameau, Couperin y Charpentier fueron algunos de los autores con los que consiguió hacerse un lugar al sol en el sector.

Pero la especificidad de Christie hay que buscarla en el terreno de la ópera. En 1987 recuperó Atys, de Lully, para la Opéra Comique parisina, y a partir de ahí su repertorio se ensanchó hacia Italia (Monteverdi, Scarlatti), el Reino Unido (Purcell, Haendel) y Centroeuropa (Gluck, Haydn, Mozart). Ha realizado montajes con los más prestigiosos directores escénicos, entre ellos Robert Carsen, Jorge Lavelli, Graham Vick y Luc Bondy.

Personalidad vigorosa, encarna a la perfección el hombre-orquesta en que se ha convertido en nuestros días el profesional de la música antigua: investigador, clavecinista, director, pedagogo, fundador de sus propios grupos y hasta productor de sus propios espectáculos, sin olvidar una abultada producción discográfica. En la década de los 70 estaba todo por hacer: primero había que construir el instrumento y el repertorio, y luego había que conseguir entrar en las programaciones. Tenaz y trabajador, Christie ha logrado imponerse, especialmente en París y en Londres, en Glyndebourne y en Aix-en-Provence, plazas que han consolidado una carrera muy selecta.

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