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69ª Feria del Libro de Madrid
Columna
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El arte de distraer confesando

También la introspección es espectáculo, memoria en el escenario, show y choque de realidad, deseo teatral de ser verdaderos, incluso escandalosos, sensacionalistas, o solo periodísticos. Hay un descrédito del cuento, de la ficción, quizá por contagio de la manía política de parecer creíbles mientras los gabinetes de comunicación dedican toda su energía al arte de la propaganda. Las novelas se visten de memorias o remembranzas de lo realmente vivido. Ya decía Josep Pla que la mejor literatura es la que los literatos hacen sobre sí mismos.

Es larga la tradición moderna de distraer confesando, desde el incómodo Rousseau, resentido y acosado por la policía (y, antes, el agrialegre Torres Villarroel en España), hasta la egomanía claustrofóbica de Bernhard y la claridad de cristales de colores traspasados de luz de Habla, memoria, de Nabokov. El examen de conciencia puede ser una vía para juzgar, entre el interrogatorio y la confesión, la maldición y la celebración, el desenmascaramiento o el enmascaramiento en público. La infelicidad puede ser lo más cómico, o eso decía un personaje de Beckett, y lo más alucinado y potencialmente doloroso es festivo en Recortes de mi vida, de Augusten Burroughs.

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Mis memorias son las de los otros

Recordar vale para verse o no verse en los ojos de otros, autorretratarse temblorosamente a través de los otros y vivirse en otros, como en Un pedigrí, de Patrick Modiano, o para denigrar, bendecir y llorar a los padres. Recuerdo la infancia contada por Juan Cruz Ruiz. Recuerdo Desgracia insuperable, de Peter Handke. Acabo de leer Mi madre, de Richard Ford. La familia se vuelve novela de misterio, viajes y aventuras en Vida familiar, de John Lanchester. En las memorias coinciden lo universal y lo particular: Antonio Muñoz Molina relató su servicio militar obligatorio para contar el casi inmortal franquismo posfranquista. A veces las memorias se comprimen y miniaturizan hasta lo íntimo de masas, como en I remember, de Joe Brainard, y Je me souviens, de Georges Perec, centenares de recuerdos atómicos y compartibles.

Hoy las memorias son novelas que no se atreven a confesar su identidad, quizá porque la ficción agoniza, o porque todo es ficción. Estamos tan acostumbrados a ser confundidos por los gobiernos constructores de realidad que nos rendimos a la aleación entre mito e historia, como pasó en otros tiempos con las leyendas de los dioses griegos y evangélicos.

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