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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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El asesino

Manuel Rodríguez Rivero

Por mucho que lo intente, escarbando en mi memoria y en otras ajenas, no consigo recordar qué estaba haciendo cuando murió John Lennon, al contrario que todas esas gentes que fueron próximas a él y que se explayan sobre lo que hacían en "aquel momento" en el documental The day John Lennon die, estrenado en una cadena británica como inicio de la conmemoración del 30º aniversario de la muerte del músico, que tuvo lugar tal día como hoy de 1980.

En propiedad, Lennon no "murió", sino que fue asesinado. Según la prensa británica, Michael Waldman, el autor del documental, ha preferido "rebajar la importancia de su asesino en la película", hasta el punto de que, al parecer, nunca se menciona su nombre. No puedo imaginar los motivos por los que pueda tomarse semejante decisión, a menos que obedezcan a la voluntad de liberar al mito de cualquier adherencia biográfica extraña que pudiera estorbar su exaltación. Los mitos, por complejos que sean, precisan proporcionar al menos una lectura sencilla, desnuda, universal: un relato que pueda llegar a la esencia narrativa. Hubo un gran hombre que cambió la música. Ese hombre murió joven, pero nos dejó un legado. Escuchémoslo.

A cuenta de aquel suceso, hemos llegado a saber bastante de Mark David Chapman

El asesino, sin embargo, tenía un nombre que consiguió vincular para siempre al de su víctima. No importa que se tratara de un tipo mediocre y oscuro, una "basura", como lo califica perfunctoriamente Paul Goresh, el fotógrafo que captó el instante en que Lennon le dedicó, en el mismo escenario y pocas horas antes del crimen, el álbum Double fantasy, cuya música soporta bien su lastre icónico de última obra publicada por el mito. También Eróstrato, al que la historia no atribuye mayores méritos biográficos, consiguió unir su nombre al incendio del templo de Artemisa, la misma noche en que, según cuenta la tradición, nacía Alejandro el Grande. Los mitos irradian leyendas.

El tipo, se llama, como recordará mucha gente de mi generación, Mark David Chapman, y lleva 30 años pudriéndose en la cárcel mientras espera que la comisión correspondiente acceda a su reiterada petición de libertad condicional en atención a su buena conducta. Por ahora lo tiene difícil: todavía es demasiado joven como para que los funcionarios no tomen en consideración la firme oposición de Yoko Ono, que alega que una excarcelación "prematura" amenazaría gravemente su seguridad y la de los hijos de Lennon.

A cuenta de aquel tremendo suceso, hemos llegado a saber bastante de Chapman, un individuo que no parecía destinado a la fama. Sabemos, por ejemplo, que se creía poseído de una misión y estaba lo suficientemente convencido (y trastornado) para llevarla a cabo. Conocemos bastante bien la biografía de sus 25 primeros años, repleta de pequeños fracasos; hemos leído acerca de su padre agresivo, de sus problemas con drogas, de su renacimiento religioso, de sus depresiones. Sabemos, sobre todo, que su desmesurado narcisismo le llevó a identificarse con Holden Caulfield, el héroe de El guardián entre el centeno, la novela que llevaba encima cuando fue detenido y que recomendaba leer, como fuente de alimento espiritual, en una declaración escrita que envió a The New York Times cuando ya se había hecho tristemente famoso.

Estos días, los medios del mundo recuerdan a Lennon, convertido ya en mito. Pero, más allá de la excelencia de su música, que se seguiría escuchando de todos modos, y de su actitud, que tanto llegó a influir en una generación, para adquirir esa condición necesitó que un asesino le descerrajara cuatro tiros en la espalda en la puerta del Dakota. Aquel tipo tiene un nombre: Mark David Chapman. Hoy hace 30 años se cargó a John Lennon, un solo acto que le ahorró toda una biografía. Fue el asesino del genio. Pero no podemos sacarlo del cuadro.

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