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Reportaje:

El cementerio muerto

Diez años después de terminado, nadie ha sido enterrado en el vanguardista camposanto de César Portela. Los lugareños prefieren el municipal

Valentín Castrege, anterior alcalde del PP en Fisterra (A Coruña), juraba que, mientras él viviese, el cementerio del fin del mundo no cobraría vida. A Castrege, ese cementerio vanguardista no le gustaba nada, y contaba que a sus 5.000 vecinos tampoco. Era el símbolo de su rival. Se lo había encargado al prestigioso arquitecto pontevedrés César Portela el alcalde socialista Ernesto Insua, y lo pagó (51 millones de pesetas) la diputación del PP. Pero cuando la obra estuvo terminada, el popular había ganado las elecciones y el cementerio no tuvo clientes. En arquitectura, los muertos son a un cementerio, como los vivos a un piso o una estación de tren.

El destino quiso sin embargo que tres años después Castrege muriera de repente. Le sustituyó un compañero más joven y menos reacio, José Manuel Traba, pero como si se tratase de una maldición del otro mundo, desde entonces se suceden las complicaciones, y el cementerio sigue comido por la maleza.

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El jardín de aromáticas que diseñó Portela ha quedado sepultado bajo las margaritas silvestres, las dedaleras y el carrasco. En esta época del año, las flores del tojo y la retama pintan la ladera de amarillo. Arriba, la carretera que lleva a los peregrinos al faro del mar tenebroso. Abajo, el acantilado donde todo se acababa. Y, a media falda, los 14 cubos de granito, aparentemente desordenados. Según el autor, como "rocas desprendidas" o "contenedores de un barco" naufragado que hubiesen arribado a la costa transportando, cada uno, 12 nichos.

Todos ellos (con otros tres cubos algo más arriba: la sala de autopsias, el depósito y la capilla) componen el cementerio sin muertos más valorado del planeta, un cementerio marino pensado para seguir creciendo por la ladera. Finalista de los premios Philippe Rotthieer (2002) y Mies van der Rohe (2003), reconocido como una de las mejores obras funerarias del mundo por Oxford y alabado en unas 50 publicaciones especializadas, el cementerio de Portela sigue provocando rechazo entre muchos vecinos. Los mayores quieren sepultar a los suyos en un lugar "más acogedor".

Portela, de 70 años, Premio Nacional de Arquitectura española en 1999 por el edificio de la estación de autobuses de Córdoba, tiene dicho: "La imagen del cementerio es la de una senda que atraviesa una aglomeración de casas, una serpiente que repta a lo largo de la ladera de la montaña hasta el mar, adaptándose a las repentinas variaciones del terreno (...) El proyecto imita el modo en que la naturaleza produce sus arquitecturas, y refleja la forma adoptada por los habitantes de esta tierra para producir las propias".

Traba, que sigue siendo alcalde, no se atreve a dar una fecha. Hubo que esperar a que entregase la obra la diputación (hoy socialista), y faltan la luz, el agua y los accesos. Fenosa negocia con la Autoridad Portuaria la cesión del tendido eléctrico que va hasta el faro, pero habrá que tantear a la Xunta, a ver cómo se paga la obra y si se financia un paseo marítimo para llevar flores a los muertos. Lo de la luz se iba a resolver "en meses", pero van tres años. Y además, el monte do Cabo, en el que está el cementerio, es un BIC pendiente de un plan director de Patrimonio.

El maleficio del cementerio do Cabo sigue vigente y se llama burocracia. Ha pasado tanto tiempo desde que comenzó la obra, que parte del proyecto ya no tiene sentido: en 10 años se montaron dos tanatorios en el pueblo, así que la sala de autopsias se reconvertirá en almacén.

Al alcalde, el trabajo "innovador" de Portela le gusta, pero no la ubicación. "Aquí la gente pasa la tarde en el cementerio. Aquello está lejos. En invierno, el temporal hace imposible ir, y en verano, los buses de los turistas no dejan llegar", dice. El propio arquitecto reconoció a Traba que "hay que humanizar" la obra. Esa obra que, según él, le hizo perder el "miedo a la muerte".

El de Portela es el tercer cementerio municipal que intentó Fisterra, "y ninguno cuajó". Hoy, el parroquial de Santa María das Areas, sigue siendo el único, caótico, camposanto. Hace mucho que no se vende nada, y cuando muere uno, incineran a su antecesor difunto. Lo malo es si mueren muy seguidos. "Yo, por si acaso", dice Nolina, "ya le estoy pagando la incineración a mis hijas". "¡Que hagan de una vez el cementerio donde está el parque infantil!", protesta su amiga Josefa, señalando la parcela de enfrente. La compró el Consistorio en los años treinta para hacer un cementerio, pero el suelo era muy duro... y ahora es un parque.

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