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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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El cometa Vian

Manuel Rodríguez Rivero

Pasó como un meteoro. Como si no pudiera detenerse ni un instante para comprobar si seguía avanzando en una dirección que, por otra parte, no se había trazado. En los treinta y nueve años de su existencia, Boris Vian (1920-1959) hizo de todo. Fue ingeniero (y chupatintas) y convirtió la bohemia de Saint-Germain-des-Près en una forma de vida: precisamente en el momento en que en las terrazas del Flore o de Les Deux Magots convivían pacíficamente los acólitos del existencialismo, reunidos en torno al patrón (el Jean Sol Partre de La espuma de los días), y los turistas que venían a ver lo que se cocía en el París liberado. Fue músico: letrista de canciones (y libretista de ópera para Milhaud), compositor, cantante y trompetista de jazz. Y poeta. Fue inventor y dramaturgo. Y traductor y guionista y crítico. Fue también novelista con dos registros: con su propio nombre para las novelas a secas, y con el de Vernon Sullivan para las de género (negro), que fueron las que le proporcionaron dinero suficiente para pasarlo bien de vez en cuando y adquirir el BMW de seis cilindros con el que se paseaba por el quartier con su primera mujer o Juliette Greco en el asiento del copiloto. Hizo de todo. Y, además, rápido.

Sus obras completas en La Pléiade suponen la entrada en un panteón que siempre le fue elusivo y que contemplaba con sorna

Ahora, cuando en Francia se conmemora el cincuenta aniversario de su muerte, el anuncio de que la biblioteca de La Pléiade publicará sus Oeuvres Complètes (novelas, cuentos, poemas, teatro, canciones, miscelánea, cartas) supone su entrada definitiva en un panteón literario que siempre le fue elusivo y al que contemplaba con curiosidad y sorna. Considerado un escritor menor, un novelista para adolescentes, su obra -muy difundida a partir de finales de los sesenta- ha sido leída con evidente reluctancia tanto por los partidarios de la literatura del compromiso como por aficionados a lo que Fernando Savater ha llamado "monumentos a la aerofagia" (un marbete que, por ejemplo, aplica a Las benévolas, de Jonathan Littell). Cuando lo que se llevaba era poner la literatura al servicio de una causa, Vian ponía la suya, sin un programa, al servicio del placer de contar historias que conmovieran. Historias también comprometidas, por supuesto: con la propia literatura y con el lenguaje, al que sometió a un vivificante proceso de deconstrucción (Vian también fue patafísico) y rejuvenecimiento.

Como muchos de mi generación, oí hablar de Boris Vian a finales de los años sesenta en el mismo paquete informativo en que recibíamos noticias de películas (aquí) prohibidas y de libertades de otros y de mundos menos grises y fascistoides. Alguien me hizo escuchar (en la voz de Reggiani, creo) su canción Le deserteur, cuya letra también inflamó a muchos de mis contemporáneos. Leí su gran novela de amor y juego y tragedia (La espuma de los días, 1947) el mismo año que Rayuela (a Cortázar también le gustaba la literatura como juego y el juego de la literatura, y las historias de amor tristes y hermosas), de manera que no pretendo ser imparcial cuando animo a leerlo a quienes todavía no lo han hecho. Es, además, una literatura que a los jóvenes les suele producir un singular efecto: les da ganas de escribir.

En España se encuentran publicadas (con desigual fortuna) sus obras más significativas, aunque traducir a Boris Vian debe de ser un ejercicio tan agotador como traducir a Cabrera Infante. Estos días he vuelto a leer Escupiré sobre vuestra tumba, su mejor novela "negra". Cuando se publicó (1947) se convirtió en un best seller, pero fue prohibida dos años más tarde por obscena y violenta. A Boris Vian, que siempre estuvo enfermo del corazón, le encontró la muerte precisamente mientras veía la première de su adaptación cinematográfica. Antes les había dicho a sus amigos que no le gustaba nada.

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